Crítica Literaria

Salvo mi corazón, todo está bien: nueva novela de Héctor Abad Faciolince

Este autor antioqueño empezó su carrera literaria con la publicación de Asuntos para un hidalgo disoluto (1994). Desde entonces, más de diez títulos han ido forjando el cuerpo de su creciente obra. Con El olvido que seremos (2006), el paisa se convirtió en uno de los escritores nacionales más mediáticos del momento. Su más reciente novela, Salvo mi corazón, todo está bien, es una entretenida historia que cuenta la experiencia vital de un cura glotón y erudito quien descubre, al final de su existencia, que el verdadero amor estaba lejos de las sotanas y el aislamiento monacal.

Por: Alejandro Alzate

Héctor Habad Faciolince (1958), escritor colombiano.
Foto: https://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%A9ctor_Abad_Faciolince#/media/Archivo:Hector_Abad.jpg

No son pocas las novelas que en Colombia han apelado a la figura del sacerdote para construir sus tramas. Muchos de los personajes de nuestras más insignes obras literarias han sido religiosos. Así lo evidencia una rápida y poco uniforme pesquisa. Hay clérigos en El cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón; en María, de Jorge Isaacs; en
El alférez real, de Eustaquio Palacios y, cómo no, en la polémica e histriónica La misa ha terminado, del tulueño Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Parece que a pesar de la secularización de la cultura, que en el caso hispanoamericano aconteció entre 1847 y 1863, gracias a la aparición de ingentes reformas liberales, el sacerdote sobrevive y mantiene hoy una sólida vigencia. Su presencia en nuestras letras goza de buena salud. En el concierto de una novelística moderna y algunas veces iconoclasta[1], como la nuestra, apelar al cura, o a los curas, más bien, se ha legitimado como uno de los más expeditos mecanismos para evidenciar la crisis del hombre contemporáneo. Los sacerdotes, ¡ah cosa paradójica!, terminan dando cuenta de la crisis inatajable de la fe y la Iglesia como institución; de su inexorable y lenta debacle.

En el caso de la novela que hoy nos convoca la situación no es diferente. El padre Luis Córdoba, cordaliano de carisma para más precisión, tiene una vida en la cual la duda constante lo asalta en su condición de hombre bueno, apacible como un gran elefante e inteligente y sensible como pocos en los convulsos años 90 en Medellín. Él, enorme y poseedor de una salud frágil en lo particular, reitera con su presencia la mala salud de la Iglesia en general. Salvo el padre Carlos Alberto, misionero irredento que muere en el África, queda muy poco, o muy pocos, más bien, por rescatar.

Conforme van pasando los capítulos, el subtexto de la novela establece una bien lograda metáfora de la decadencia. En el acontecer de esta, si acaso, hay transitorios visos de luz, algunos escasos méritos personales, una cada vez más difusa espiritualidad real y una vocación tan dubitativa que más se acerca a las formas de lo escéptico que de la certeza en la fe que mueve montañas.

Dentro del tremendismo evidente que se le plantea al lector, el mal menor para la Iglesia lo constituye el retiro del sacerdocio que toman como opción muchos de sus clérigos; quienes descubren con inusitada fuerza el mundo, el deseo y mil nuevas formas de amar. Hasta ahí la crisis alerta pero no alarma. El asunto se complejiza cuando Lelo, el narrador, también cura y maricón enclosetado, pone de manifiesto comportamientos impropios muy alejados de la virtud que pregona — y dice pretender — la Iglesia como institución. Faciolince no ahorra descripciones para dejar en claro que algo no anda bien, o mejor dicho, nunca ha andado bien, allá adentro.

Esa misma tarde, después de clases, fui a su celda y allá me arrodillé ante él, que estaba sentado en un taburete. Me hice a un lado. Me indicó que no, que me arrodillara de frente, que lo mirara a los ojos. Comencé mi relato; se recogió la sotana. Cogiendo mi cara con las dos manos, me reclinó la cabeza entre sus piernas. Habla, decía, cuéntamelo todo, desahógate, así estarás más tranquilo, y me sobaba la cabeza. Yo quería abreviar, pero él empezó el interrogatorio. Dime más en detalle cómo se tocaron tú y el otro, ¿se desvistieron? ¿Qué se tocaban? ¿De qué manera? Confía en mí. Mira, esto hazlo sin ningún temor, todo lo que hiciste con él lo puedes hacer conmigo para saber cuál es el grado del pecado. Me pidió que le bajara la bragueta de los pantalones, que lo tocara tal como había tocado a Pechoelata, exactamente del mismo modo, para él poder entender bien lo sucedido. Yo me asusté, me di cuenta de que aquello era muy raro, me paré rapidito y me fui de ahí corriendo, no entendía lo que estaba pasando, no lo podía creer.  La ansiedad era muy grande. Pensaba: voy a encontrar mi colchón enrollado, me van a expulsar, se va a enterar mi familia, me van a echar también de la casa. Era mucha la angustia, pero pensé en mi director espiritual, que era el rector del seminario menor, una persona que parecía mucho más correcta, y resolví recurrir y contárselo todo (95).

Podría decirse que este pasaje, que se reitera muchas veces a lo largo de las 351 páginas de la novela, sintetiza una evidente degradación. Conforme puede inferirse a raíz de lo narrado, ni está bien el corazón de la Iglesia, que no logra desmarcarse de los lastres del degenero que la corrompen y enlodan, ni el asunto de los curas extraviados se ahoga en el anonimato; lo cual resulta muy interesante en tanto denuncia persistente.

Conforme van pasando los capítulos, el subtexto de la novela establece una bien lograda metáfora de la decadencia. En el acontecer de esta, si acaso, hay transitorios visos de luz, algunos escasos méritos personales, una cada vez más difusa espiritualidad real y una vocación tan dubitativa que más se acerca a las formas de lo escéptico que de la certeza en la fe que mueve montañas.

Desde esa perspectiva, y aunque desde otra orilla artística, la extraordinaria película del director mexicano Luis Urquiza, Obediencia perfecta, también mete el dedo en la llaga para evitar la legitimación morbosa del silencio. Esta obra, cuyas conexiones intertextuales con la novela de Faciolince son muchísimas, plantea un drama harto similar. Si bien no entraremos a contarlo, por evidentes razones de espacio, sí puede decirse que lo que sucede con Los legionarios de Cristo, “allá”, también sucede “acá” con nuestra novela nacional. El desbarajuste eclesial tiene tentáculos que codifican por igual situaciones sin importar regiones o procedencias. En esa medida, Héctor Abad Faciolince dialoga, como escritor, con otros autores que se han planteado preguntas en relación con el acontecer de una institución que se reitera en “errores” y comportamientos a todas luces execrables.

Establecido pues el mal mayor, Salvo mi corazón, todo está bien  apacigua la mirada inquisidora que clama justicia con la cardíaca historia del gordo Luis; presbítero ubicado entre los movedizos predios del tal vez y el quizás: ¡seguir siendo cura o no, esa es la cuestión! Al tiempo que la duda echa raíces, la espera que supone la obtención de un nuevo corazón moviliza una trama en la que la música clásica, y las exquisitas tonadas de María Callas, armonizan un acontecer sin mayores sobresaltos; aunque claro, huelga decir que la espera del nuevo órgano constituye un sobresalto en sí misma.

Foto: penguinlibros.com

Luis, un hombre interesado por la cultura universal y la música, redefine su apostolado y lo liga inexorablemente al arte. Para él, el sacerdocio no es algo que deba reñir con lo bello y lo sensible; razón por la cual, justamente, convive, es decir, comparte casa más de veinte años con Lelo, el narrador también sacerdote. Muy a la manera de Diego cuando mira a David dormido en Fresa y Chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, el amor fraterno entre Luis y Lelo está desprovisto de cualquier atisbo de perversión o malicia. Al igual que los protagonistas del ya mítico clásico cubano, los personajes de Faciolince también creen en la amistad, a secas.

Es gracias a ella, como homenaje a ella, que Lelo se anima, como postrer cronista, a relatar y recomponer los sucesos que marcaron la vida de Luis Córdoba. La novela, a modo de bitácora, permite conocer este personaje en sus apuros y quebrantos médicos, pero también en el disfrute de sus más caras pasiones. En eso hay un acierto que desacraliza la figura del sacerdote en tanto mártir alejado de los placeres del mundo. La música, el cine, Teresa, Darlis, los masajes para drenar los líquidos de sus enormes piernas y los atracones de comida, son las variables que animan la vida de un hombre que pensó que amar a Dios no incluía la renuncia sino, por el contrario, la inclusión de prácticas y metodologías que permitieran sembrar de mejor forma un mensaje que movilizara a la acción.

De Itzhak  Perlman al Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, y de Feruccio Tagliavanni a Passolini o Isak Denisen, el panorama cultural se presenta enciclopédico; situación que cambia cuando el mismo Luis presenta la otra cara de su santoral cultural que incluye a Quentin Tarantino o Paolo Sorrentino, director de La gran belleza, una película a todas luces sibarita para un sibarita como él. Con Córdoba vivió la cultura y murió la abulia. Con Córdoba se reivindicó la estética en una ciudad abatida como fue Medellín en la década del 90. Su vida fue una suerte de rareza en una ciudad sitiada por la narco estética y el bandidaje. Su vida fue la sutil metáfora del espejismo. De esto vale la pena hablar. Sobre esto vale la pena pensar.

Del fatal drama de la operación con el doctor procedente del Brasil no hablaré, pues me parece casi trivial dentro de la estructura de la novela; un artificio al que se le ven las costuras, una salida fácil y diletante para una historia con peso…en sentido literal y figurado. Por eso, finalmente, diré que con la muerte de Luis Córdoba se cierra un hondo cuestionamiento a la Iglesia; institución que debe repensarse, en el mejor de los casos, para que su corazón no se pare y su feligresía no se marchite. Con el padre Córdoba revive la historia cultural del mundo y la esperanza de un nuevo sacerdocio; este sí más humano y más para humanos.


[1] Piénsese en los casos paradigmáticos de Efraín Medina Reyes o Rafael Chaparro Madiedo.

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