Crítica Literaria

Qué hacer con estos pedazos, nueva novela de Piedad Bonnett

Título: Qué hacer con estos pedazos
Autora: Piedad Bonnett
Editorial: Alfaguara, 2021
Páginas: 166

Por: Alejandro Alzate

Piedad Bonnett (1951), poeta, novelista, dramaturga y crítica literaria colombiana.
Foto: Juan Cristóbal Cobo. Tomada de: elespanol.com

La violencia es nefanda en todas sus formas. Más aún cuando se extiende en el tiempo y se aplica con la mordacidad propia, y mal disimulada, de aquello que se vuelve cotidiano.
La violencia duele cuando se legitima como corriente y, por eso mismo, poco relevante o digna de análisis. Identificar esto constituye un buen punto de partida si lo que se quiere es analizar el nuevo título de Piedad Bonnett. De este diremos, para empezar, que la escritora, nacida en Amalfi (Antioquia) en 1951, lo ha compuesto a expensas de la recopilación de múltiples violencias; unas más cruentas y otras, si acaso, más admisibles. Su intento por explicar la complejidad inherente a las relaciones humanas cuenta con varios aciertos.
El primero de ellos es dar cuenta del hastío que subyace y está siempre al acecho. Mediante la historia que fabula, la autora describe tanto el desgaste inevitable como el extenso repertorio de abusos y rencores que, agazapados, esperan para contraatacar a quien, paradójicamente, debería cuidarse, debería quererse. El hastío que genera el contacto con el otro se presenta con la contundencia de un tótem. Cada quien que lea y saque sus conclusiones…

Quienes se acerquen al texto comprobarán que ninguna de las combinaciones que hagan conforme avanzan en el conocimiento de la trama, sale bien librada y feliz. Nadie redime a nadie. No hay salvadores ni superhéroes. Cada personaje, sea padre, hijo o esposo, es el espejo en el que los otros ven sus propias miserias y frustraciones. Sus propios tedios. Es por ello que cada contacto o acercamiento que se plantea falla, se resquebraja y termina siendo doloroso.  Todas las tentativas de interactuar con los otros implican una suerte de tránsito denso y malogrado de antemano. De ahí, quizás, emerja la noción de que pronto surgirán el agobio y el cansancio que supone intentarlo una vez más. El hastío se nos revela como un monstruo que amarga y corroe; como algo muy contrario a las formas del placer que tanto se pregonan hoy por hoy en los discursos que exacerban la libertad y el empoderamiento.

Un segundo hecho notable de Qué hacer con estos pedazos es que plantea el ABC de las dificultades que experimentamos los seres humanos cuando intentamos salir de nosotros para vivir en plural. Pareciera que la mirada aguda de la escritora rompe las mentiras que nos creemos —y nos venden los medios— en torno a la felicidad del corazón que insufla renovadas ganar de vivir. La atmósfera de lo que se cuenta es simple pero suficientemente evocadora. Muy rápido empiezan a percibirse las desavenencias que tienen Emilia, la protagonista, y su esposo. Para ellos, el hastío no viene solo. Inmersos en él, ambos empiezan a tropezar con su propio analfabetismo sentimental. La sumatoria de elementos ciertamente confusos y adversos genera preguntas que no tienen respuesta fácil para el lector. Página tras página se constata que nadie, en su condición de ir a tientas por el mundo de las emociones, sabe a ciencia cierta qué es el amor, qué quiere de él y quién es, en realidad, ese otro ser que se suma, con sus fantasmas, a la construcción de un sueño. 

Qué hacer con estos pedazos es una novela de la cual  puede decirse que no es buena por su técnica narrativa novedosa, o su uso depurado del lenguaje, no. La novela se hace buena ante el lector por la contundencia del drama que, llanamente, cuenta. Los problemas de Emilia, sus hermanos, su hija, su marido y su madre son nuestros también.

Hay dificultades, sí, y en ese contexto los personajes van dándose golpes con el mundo que los rodea; incluso con aquello que resulta trivialmente cotidiano. Emilia, como lo evidencia el siguiente fragmento, es muestra fehaciente de ello: 

Y allá terminó, en ese almacén resplandeciente donde exhiben cocinas de lujo. No le resultaba fácil escoger entre una enteramente blanca, otra gris con mesón negro veteado, otra de fórmica roja —como para gente más joven, opinó el marido— y muchas otras niqueladas, minimalistas, nórdicas, clásicas, todas muy caras, carísimas (…) lo que su marido olvidaba, pensó entonces Emilia, es que ella no es amiga de los cambios. Sí, se adapta, pero con una incomodidad que la vuelve irascible.
Foto: panamericana.com.co

Ahí, en situaciones como esta, la novela evidencia una fractura interior que duele porque a ella se ha llegado por mantener las formas, porque toca, mas no porque se desee. Emilia, en el caso descrito, no quería cocinas nuevas; quería tan solo intentar entenderse mediante la soledad y el silencio. No obstante, y de modo contrario, recibió de modo imperativo la escueta notificación del cambio que su marido decidió hacer sin consultar. Para Emilia, cambiar la cocina de la casa que habían habitado como extraños, apenas mirándose y sintiendo, sin querer, sus presencias, fue espiritualmente irrelevante y técnicamente insoportable. Así las cosas, a la noción de lo impuesto se le suma algo tan doloroso como lo que debió ser y no fue; situación que entorpece aún más la consecución de la felicidad. Además de las precarias relaciones con su esposo, Emilia tiene, si es que el verbo resiste, una interacción casi inexistente con su hija: 

Pilar no llama casi nunca, pero Emilia tampoco. Se la imagina siempre muy ocupada con sus entrenamientos tempraneros, o haciendo sus informes económicos, en reuniones larguísimas, en almuerzos de trabajo. Estoy en medio de… Sí, desde hace años Pilar siempre está en medio de. Desde cuando todavía vivía con ellos. En medio de una tarea, de una llamada, a punto de salir para una fiesta. Por eso Emilia solo le pone mensajes de WhatsApp, que Pilar no contesta o contesta muchas horas después.

Nada se salva en el mundo que plantea la novela. La paternidad, por ejemplo, se relaciona con las formas de lo pudoroso en extremo y por ello carente de cualquier atisbo de jovialidad, tal como se aprecia a continuación:

Jamás ha tenido con su padre una conversación íntima. Apenas sus hijos se hicieron adolescentes, él, como tantos varones asustados de evidenciar sus fracturas y desconciertos, tomó distancia de ellos. Más tarde, y durante años, la comunicación fue sólo sobre cosas puntuales, cotidianas. Finalmente, cuando la cabeza de la madre empezó a perderse, Emilia, inhibida frente al silencio pesaroso que se adensaba en la sala como si todos estuvieran buceando en un mar sin fondo, se propuso entretenerlo en sus cortas visitas con anécdotas de sus viajes o con comentarios de las noticias, pero sin dejar de estar apertrechada detrás de una prudente pared protectora, porque ella seguía temiendo el carácter de ese padre recalcitrante, a menudo colérico, amigo del orden como todos los que tienen miedo de que el mundo se descarrile.

Como puede colegirse a partir de lo expuesto en estas páginas, Qué hacer con estos pedazos es una novela de la cual  puede decirse que no es buena por su técnica narrativa novedosa, o su uso depurado del lenguaje, no. La novela se hace buena ante el lector por la contundencia del drama que, llanamente, cuenta. Los problemas de Emilia, sus hermanos, su hija, su marido y su madre son nuestros también. Las angustias a que se ven enfrentados son las nuestras también. No creo que, después de leer la obra, alguien pueda esconder la mano… ¿Por qué? Porque la piedra ya ha sido tirada, desde antes y desde siempre, con el confuso furor de nuestras emociones incomprendidas, con el dolor de nuestros pasos más erráticos que certeros.

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