Crónica

Una inmensa tristeza

Por: Óscar Osorio
Profesor Titular de la Universidad del Valle

Bandera de Estados Unidos y Bandera de Colombia
Foto: lafm.com.co

Mi primo y yo volamos de Cali a Ciudad de México el 3 de julio de 1986. Yo tenía dieciocho años y él veinte. Viajamos con papeles falsos, como menores de edad. Una mujer que trabajaba con mi tío en Los Ángeles nos recogió en el aeropuerto. Nos mandó en bus para Tijuana. Un coyote viejo y otro joven nos sirvieron de guías. Había mucha gente con animales y bultos. 

Llegamos a Tijuana al cabo de unas cinco horas. Allá nos recibió la esposa de mi tío. Nos llevó a comer a un restaurante lujoso y nos compró ropa. Todo era muy fancy. A las cuatro de la mañana, nos levantamos y nos vestimos con las nuevas prendas. Vinieron los coyotes a recogernos. “Órale, ahora sí parece gabacha”, me dijo el viejo. Yo no entendí y le pregunté a mi primo qué me había dicho. “Y yo que voy a saber qué dicen estos chingados”, me contestó. Él era así, chistoso.

Nos fuimos en carro durante unos veinte minutos. Había una reja larga. Ellos levantaron un pedazo y pasamos a pie. La cerraron y quedó como si ahí no hubiera nada. Caminamos por ese monte unas cuatro horas. Llegamos a un bosque. Vi varios grupos de migrantes. A nosotros no nos dejaban hablar con nadie. Era todo muy raro. Algunas personas estaban subidas en las copas de los árboles. Nos hicieron tirar al piso. Al frente, había unas garitas. Nos dijeron que el cambio de turno sería en diez minutos y que teníamos que correr muy rápido. Yo sentí la adrenalina, las ganas de pasar. 

Dieron la orden y salimos disparados. Me estaba quedando y mi primo me agarró. Corra y corra y corra. Nos atravesamos una avenida grande donde pasaban autos en las dos direcciones. La cruzamos sin parar. Ya estábamos en San Diego. Era el Día de la Independencia de los Estados Unidos. Nos metimos por los patios de unas casas sin rejas y seguimos derecho. Salimos a una calle grande, limpia, bien delineada. Qué impresión tan increíble. Parecía una loca admirando esa ciudad. El coyote viejo me decía que disimulara. Yo no podía. Estaba deslumbrada. Atravesamos la cuadra y seguimos caminando por una acera hasta llegar a un hotel. Ahí nos encontramos con la esposa de mi tío. Nos volvió a dar ropa nueva. Comimos, nos llevó al aeropuerto y nos embarcó en un avión para Los Ángeles.

La señora que nos había recibido en Ciudad de México nos recogió y nos llevó en un carro muy lujoso por el freeway 101. Eso era súper lleno de autos que se movían bómper contra bómper. Veía maravillada las interminables líneas, hechas de luces rojas en una dirección y amarillas en la otra, esos hermosos edificios del downtown. Era tan bonito. Yo creo que California es el estado más hermoso de acá. Es bello, bello. Por eso, la canción Hotel California: te vas y siempre quieres regresar. 

Subimos la montaña de Glendale y llegamos a la casa de esa señora. Era un ensueño. La gente hablaba solo en inglés y yo pensaba: “Wow, tan chévere; yo quiero vivir así”. Estaba tan emocionada con tantas maravillas y, para completar, llegó mi tío. Oh, my god. Llevaba varios años sin verlo. Fue como una niña que se reencuentra con su papá. Él había sido siempre muy especial, cariñoso y amable conmigo. Estaba vestido de sport, con ropa muy fina y joyas. Se veía feliz. Yo miraba los crespos de su cabeza, que le quedaban tan bien, y sentí algo muy bonito. Fue un momento inolvidable. 

Mi tío me llevó a vivir a su casa, en Montebello, California. Era una mansión llena de lujos y con un estilo que yo no había imaginado: cortinas y muebles muy costosos, utensilios y adornos finos, ropas suntuosas, cuadros originales. Todo perfectamente organizado, bien puesto, armónico. Él era muy pulcro y le gustaba todo limpio, brillante, hermoso.

Pasaban los días y mi tío me llenaba de regalos, como si quisiera compensar las carencias que padecimos cuando él, mi abuela y yo nos hacinábamos en una pieza alquilada en un inquilinato del barrio El Jardín. Me daba zapatos y vestidos elegantes, perfumes, joyas. Me llevaba a los almacenes más exclusivos, donde compraban los artistas de Hollywood. Parecía una princesa.

Íbamos muy seguido a Las Pampas Argentinas, cuyos dueños hacían una pareja muy bonita. Ella era una negra de ojos verdes, emigrada del barrio Popular, en Cali; él, un negro cubano, también de ojos verdes. Allá se reunía mucha gente y siempre estaban cocinando, bebiendo licores finos, conversando de alhajas y de cuadros que compraban, de carros. Era una gente muy alegre y unida.

Un día se me perdió uno de los muñecos que mi tío me había obsequiado. Yo era muy cuidadosa con mis cosas porque la pobreza me había dejado la costumbre de atesorar todo lo que me regalaban. Busqué en cada rincón de la casa y no lo hallé. Al final, fui hasta un garaje que siempre estaba cerrado y al que uno sabía que no podía entrar. Empujé la puerta duro y me encontré, de frente, con unas personas que contaban dinero en unas máquinas. Bultos y bultos de dólares. Yo me quedé ahí parada, mirando. La máquina hacía un ruido como de erres repetidas. Pasaban los billetes y dejaban de sonar. Los amarraban con unas cintas marcadas y ponían más. Volvía el sonido de las erres y otra vez. Montañas de fajos. 

Era una jovencita. No sabía nada de la vida y no entendía lo que estaba viendo. Lo hice, poco tiempo después, y fue muy doloroso. 

***

Yo tenía cinco años cuando vivíamos en el Jardín. Me pasaba todo el día en la casa de una tía, en la misma cuadra, y creía que el esposo de ella era mi papá. Mi prima y yo nos estábamos bañando en una especie de alberca de ladrillo que había en el baño. Mi papá me llamó: “Sandra Patricia, séquese y póngase la toalla que llegó su papá”. Él siempre me llamaba así, Sandra Patricia. Yo no sé por qué. Mi prima me preguntó qué pasaba y yo le dije: “Mi papá dice que llegó mi papá”. Ella era mayor y salió conmigo cogida de la mano. 

Yo vi a mi papá conversando con un señor blanco y de ojos claros, como yo. Mi papá me dijo: “Mija, ese es su papá”. Eso fue un impacto horrible porque yo lo amaba a él y veía a mis primos como hermanos. Yo le dije: “¿Pero usted no era mi papá?”. “No, mami; de verdad, él es su papá. Yo soy el que está con usted”. Sentí una desilusión tan tenaz, una tristeza. Él era mi papá, mi papá negrito. 

Mi papá nuevo me montó en una Lambretta azul y me llevó a una notaría. Me puso su apellido. No supe nada más de él por una década.

De mi mamá tampoco sabía mucho. El recuerdo más antiguo que tengo de ella es de cuando cumplí ocho años. Me trajo un vestido nuevo y medias, una comida muy rica y un pastel. Me puse feliz de verla, de tenerla en casa. Estuvo conmigo toda la tarde y me hizo acostar para que hiciera una siesta. Cuando desperté, ya no estaba. Nadie lo notó, pero la busqué por toda la casa: en los cuartos, en la cocina, en el patio, en el antejardín. Le pregunté a mi abuela y me dijo que se había tenido que ir a trabajar. Sentí una inmensa tristeza.

Siempre era igual: mamá aparecía y yo me ponía feliz. Me levantaba y ya no estaba. Otra vez, la decepción, el vacío, la soledad. Me lastimaba mucho que me abandonara de esa manera. Ahora pienso que eso no se le debe hacer a un niño, que hubiera sido mejor no haberla conocido.

Nos pasamos a vivir a la casa de otra tía, la mamá del primo con el que después viajé a Estados Unidos. Ella era muy estricta y mi primo era malo, me hacía maldades, se me comía la comida. Mi abuela me consiguió una sillita para que yo me sentara a ver televisión. Él me tiraba al piso y me la quitaba. Yo me enfermaba, ardía en fiebre y nadie me socorría. 

Tenía nueve años y todos me hacían sentir que yo era la niña que había que tirar al lado, la cosa que sobraba.

Mi abuela, viendo mi sufrimiento, me dijo un secreto: “Mami, no se preocupe; aguántese un poquito que le estoy comprando una casa”. Yo le conté a mi prima y ella se burló: “Ustedes viven aquí de arrimados porque ella no tiene plata”. 

Otra tía me vio tan enferma y flaquita que nos llevó a vivir a su casa, en el barrio Asturias. Le decíamos la casa mojada porque llovía más adentro que afuera. Tenía un patio grande, donde criábamos gallinas y patos, y hacíamos comitivas con los vecinos. Mi tía era pendiente de todos. Me hacía sentir una hija más. Con mis primos y mis primas nos la íbamos bien, veíamos televisión juntos y nos divertíamos. La casa mojada fue una bendición.

Me fui para donde mi papá negrito a pasar las vacaciones. Cuando terminaron, mi abuela me recogió y me llevó a vivir a la urbanización Barranquilla, a la casa que me había prometido. Fue una felicidad tan grande porque era nuestra, había un cuarto para mí sola y tuvimos un perro.

Caminamos por ese monte unas cuatro horas. Llegamos a un bosque. Vi varios grupos de migrantes. A nosotros no nos dejaban hablar con nadie. Era todo muy raro. Algunas personas estaban subidas en las copas de los árboles. Nos hicieron tirar al piso. Al frente, había unas garitas. Nos dijeron que el cambio de turno sería en diez minutos y que teníamos que correr muy rápido. Yo sentí la adrenalina, las ganas de pasar.

Mamá volvió una mañana. Estaba embarazada. Nació mi hermana. Dos meses después, se desapareció. Dejó a la niña. Mi tío la buscó, la convenció de que regresara. Estaba otra vez en embarazo. Nació mi hermano. Empezó a irse todas las noches hasta la madrugada. Un día no retornó. Abandonó al niño de seis meses y a la niña de año y medio. Yo tenía diez años. Tuve que ayudar a criarlos. Siguió acampando por temporadas, pero ya no trajo más hijos. 

En la cuadra éramos un combo de amigos muy cercanos. Las Naranjo también cuidaban a su hermanito chiquito; un amigo de la esquina, a sus dos hermanitos. Jugábamos y cambiábamos pañales. Éramos niños criando niños. No nos molestaba. Fue una época linda. Jugábamos yeimi, lazo, escondite, corríamos mucho. Íbamos al club de la Barranquilla y hacíamos deporte, practicábamos básquetbol y natación. Esas amistades me llenaron afectivamente y aún las conservo.

Cuando estaba por cumplir los quince años apareció mi papá por segunda vez en mi vida. Un primo me dijo que lo había visto conversando con mi abuela: “Él es como blanco, tiene los ojos verdes, es medio gordito. Dice que te quiere ver”.  Yo no me acordaba cómo era. “¿En serio?”.  Sentí una gran emoción. Pasó la fiesta de mis quince años y no vino. 

Un domingo, estaba trapeando el antejardín cuando lo vi. Inmediatamente, supe que era mi papá. Me dio mucha impresión. Él entró y me abrazó. Venía con una hermana. Ella le dijo: “No hay más tiempo, tenemos que llevar a la niña ya”. Fuimos a un sitio donde había un montón de gente. Su mamá estaba en un ataúd. Me impactó mucho conocer a la familia paterna en el velorio de una abuela desconocida.

Papá había embarazado a mi mamá cuando ella tenía dieciséis años y se había perdido. Ella no sabía que era casado. Sufrió mucho. La esposa también. Ellos tenían seis hijos, mis hermanos nuevos. 

***

Mi abuela tenía la ilusión de que yo construyera un mejor futuro al lado de mi tío. Todos creíamos que él tenía dealers de autos aquí. Si ella hubiera sabido que era un narcotraficante, no me habría dejado venir y, seguramente, el rumbo de mi vida habría sido menos borrascoso.

En Las Pampas Argentinas nos reuníamos todas las familias de los traqueteros. Ellos hacían sus negocios en una mesa. La mayoría eran hombres, pero había varias mujeres. Los familiares nos quedábamos aparte, jugando, conversando, viendo televisión, haciendo el asado. También íbamos a casas de la gente que trabajaba con mi tío. A veces, a la de unos policías; dos hermanos nacidos en Estados Unidos, cuyos padres eran mexicanos. Era lo mismo. Ellos en sus cosas, nosotros en las de nosotros. Todo era muy normal, muy relajado.

No había un jefe. Cada uno tenía sus líneas de distribución. Mi tío trabajaba con los traficantes negros, que eran los que más compraban: cincuenta, cien kilos. Había un paisa que tenía una novia mexicana. Ellos traían mercancía de Pablo Escobar. También les llegaba de los Rodríguez y de los mexicanos. Eran independientes de los carteles, pero negociaban con todos. Distribuían mucha cocaína y hacían demasiado dinero.

En el restaurante había un americano a quien yo le gustaba. Tratábamos de comunicarnos, pero ni él hablaba español ni yo inglés. Mi tío se dio cuenta y se enojó, me amenazó con mandarme para Colombia, me trató mal. No me aguanté. Una compañera del colegio me ayudó a buscar un hotel y me fui de la casa. Tenía dieciocho años y llevaba tres meses en este país.

Llamé a un novio que había tenido en Colombia y se había radicado en Filadelfia hacia un tiempo. Me fui a vivir a su casa. La mamá me puso en la habitación con la hermana. Nos vigilaba para que no fuéramos a hacer nada indebido. Yo comencé a cuidar a las twins de una cubana rica. Vivían en una casa hermosa con un basement acondicionado. Desde ahí, vi nevar la primera vez. Fue muy bonito. 

Nos casamos. Conseguimos un apartamentico y nos mudamos. En las mañanas se iba a la universidad; en las noches, al trabajo. Ahora es cirujano estético en Miami. Él tenía residencia legal, pero no metimos papeles. Yo seguí indocumentada. No sé por qué. 

En las primeras vacaciones, visitamos a mi tío. Él era muy amable con todo el mundo, era delicado en sus maneras y siempre estaba de buen ánimo. Sin embargo, tomaba y el genio se le volteaba, se ponía histérico. Especialmente, con la familia. Si la esposa desatendía a los niños o no le tenía la casa impecable, la gritaba y le decía cosas muy desagradables. No me acuerdo cuál fue el motivo, pero a nosotros nos trató muy mal. Nos tocó salir corriendo. 

Al año siguiente, mi tío y su esposa cayeron en New York. Habían ido, vestidos con abrigos de Mink, a negociar un cargamento. Era una trampa de la DEA. Los cogieron por el delito de conspiración para comprar, vender y distribuir droga. El abogado demostró el entrampamiento y logró una condena de diez años para él y cinco para ella. 

Mi esposo y yo viajamos desde Filadelfia para ocuparnos de los hijos de mi tío. La niña tenía un año; los niños, cuatro y cinco. Él me decía que nos los lleváramos. Yo no quise. Ellos tenían su casa, su escuela, sus amigos. Además, había que estar pendiente de los abogados, del proceso. No iba a abandonar la causa. Nos separamos.

Mi tío era el amante de su cuñada, la hermana de su esposa. Comenzó a salir con ella cuando tenía catorce añitos. Dos años después tuvieron una niña. Él le sacó un apartamento. Cuando ellos cayeron a la cárcel, ella se vino con su hija para ayudarme. Tenía diecisiete años; yo, veinte. Éramos dos jovencitas criando cuatro muchachitos. Fue una carga emocional tremenda.

La casa se vendió y nos mudamos a un apartamento de dos cuartos. Yo me llevé los muebles y algunas cosas que cabían en ese espacio. Los cuadros y las mercancías de valor las manejaron mi primo y la suegra de mi tío. Yo no me metía en eso. Se hizo lo que se tenía que hacer en ese momento, me imagino. 

***

Un amigo de mi tío comenzó a ir a la casa. También era traquetero. Me invitó a bailar. En agosto 27 de 1989 fuimos a una segunda rumba y tuvimos sexo. Hacia el mes de octubre, empecé a sentirme maluca. La suegra de mi tío me llevó a la clínica. Me hicieron el chequeo. La enfermera me felicitó por el embarazo. Yo salí feliz: “Mira, ella dice que estoy embarazada”. “Pues claro, si no le ha venido el periodo hace como dos meses. No ve lo que se fue hacer con ese tipo ―me dijo―. Usted no puede tener ese hijo”. Yo le dije: “¿Cómo así?”. “Sí, esto es una clínica de abortos y la traje para que se haga un aborto”. Me dieron diez días para decidir. 

Le conté a la cuñada amante de mi tío y ella me dijo: “Yo, de usted, no abortaba. De pronto, le dañan algo por dentro y no puede tener hijos después”. “¿En serio?”. “Sí, mejor espere a que él aparezca y deciden qué hacer”. Otra más chiquita que yo dándome consejos. “Bueno, pues, igual; uno más”, le dije. Nos reímos y nos quedamos dormidas.

Ese hombre tenía treinta años; yo, veintiuno. Él quería un hijo y le contaba a todo el mundo que iba a ser papá. Nos fuimos a vivir a su apartamento. La esposa y los hijos de un hermano suyo que había caído preso también se estaban quedando allí. 

***

En abril de 1990, mi abuela se enfermó de la vesícula y tuvieron que operarla de urgencia. Era viernes y en ese tiempo no había vuelos diarios a Cali, así que compré un tiquete para el martes. Yo la quería cuidar y no me importaba si no podía volver. Ella era la persona más importante en mi vida. 

El sábado me fui a una fiesta al hotel Bonaventure, a ver al grupo Niche. El hombre, que me llevaba a esas fiestas como un adorno y se perdía, me había dejado sola. Mi primo se había desaparecido del mapa y lo volví a ver ahí, bailando con su novia. Me sentía muy rara porque éramos familia, estábamos en otro país y ni siquiera nos saludamos. 

Mi primo pasó al lado de mi mesa sin mirarme. El grupo Niche tocó Nuestro sueño y él sacó a bailar a la novia. Ella también estaba en embarazo y la barriguita se le notaba. Se veía muy hermosa. Yo estaba feliz de verlos y de escuchar esa canción: “Estoy viviendo un sueño, me siento único dueño del amoooo-ooor”. También, muy triste, muy nostálgica, porque él ni me determinaba. Terminó el disco y se fue hacia la salida. Al momento, se devolvió. Me tomó la mano por sobre la mesa, me levantó y me abrazó durísimo. “Mariana, la abuela murió”, me dijo. “¿Cómo así, si ella salió bien de la cirugía?”. “Me mandaron un bíper y llamé. Acaba de morir”. 

No había un jefe. Cada uno tenía sus líneas de distribución. Mi tío trabajaba con los traficantes negros, que eran los que más compraban: cincuenta, cien kilos. Había un paisa que tenía una novia mexicana. Ellos traían mercancía de Pablo Escobar. También les llegaba de los Rodríguez y de los mexicanos. Eran independientes de los carteles, pero negociaban con todos. Distribuían mucha cocaína y hacían demasiado dinero.

Salí corriendo como una loca por ese parqueadero. Gritaba y gritaba. Mi primo corría detrás. Ella era todo para mí. Me había criado con tanta devoción, con un amor tan inmenso. Es por ella que, cuando tuve tanto dinero y viví con lujos, no perdí mi humildad. Yo no hacía sino llorar. La enterraron el domingo. Mis tías no me dejaron viajar. Me dijeron que los niños me necesitaban y allá no había nada qué hacer. 

A mi abuela la lloré todos los días de mi vida. No la vi muerta y durante tres décadas la soñé viva. Soñaba con ella una o dos noches de la semana. Ella me sacudía y me decía: “No, mami, yo estaba enferma, pero no era que me fuera a morir”. Yo despertaba con un vacío en el alma, con una inmensa tristeza. El año pasado soñé que yo estaba en el hospital y el doctor me dijo que ella había fallecido. Sentí una paz. Yo creo que ahí la dejé ir. Treinta años cargando esa pena. Nunca más volví a soñar con ella.

***

Un mes después de la muerte de mi abuela, me despertó un dolor muy fuerte. Una amiga salvadoreña que venía a cuidarme, a cocinarme y a pasar el fin de semana conmigo me dijo que el bebé estaba en camino. Pasó el día y sentí dolores espaciados. En la noche, el hombre me llevó a una fiesta. Una enfermera que estaba ahí me dio un lápiz para que anotara los tiempos de las contracciones. Ellos tomaban aguardiente y yo consomé de pollo. Vomité. Me llevaron al médico. No había dilatado. Me mandaron para la casa. En la madrugada, el dolor se hizo más intenso. Volvimos al hospital. Me devolvieron. Yo no aguantaba. A la media mañana del domingo nos fuimos de urgencia. Me dijeron que me estaba dando preeclampsia. Mi hijo nació en la noche del domingo 27 de mayo de 1990. 

Al año siguiente, el hombre me dijo que se iba para Colombia. Me dieron muchas ganas de volver. “Wow, verdad que yo soy de allá ―pensé―. Tengo un país. Allá está mi familia, mis amigos”. Yo tenía veintitrés años y llevaba cinco en una vorágine horrible: me había reencontrado con mi tío, había conocido la riqueza y el lujo en un país extraño, habían metido a la cárcel a mi tío y a su esposa, me había casado y separado, había iniciado una relación extraña con un hombre a quien yo no le interesaba y habíamos tenido un hijo, estaba criando cuatro niños y me había mudado varias veces de residencia, se había muerto mi abuela. En cinco años había vivido una vida completa. Sentí que debía volver a mi tierra.

Consulté a un abogado de mi tío: “Mira, yo quiero sacar papeles. ¿Qué tengo que hacer para ir a mi país?”. “¿Usted nunca se ha casado?”. “Sí, yo me casé acá”. “¿Y su esposo tiene papeles?”. “Sí, sí. El problema es que ya no vivo con él hace tiempo”. “¿Se separaron legalmente?”. “No ―le contesté―, pero ya tengo un hijo con otra persona”. “Eso no importa”. “¿En serio?”. “No, no importa. ¿Dónde se casó?”. Yo ni me acordaba. “En Pensilvania. En el Orphans Court de Filadelfia”. Me hizo firmar unos documentos y yo me desentendí del asunto. 

Una mañana de octubre de 1991, me fui a comprar pañales y pasé por la oficina del correo. Abrí mi P.O. Box.  Había un sobre grande que decía: Embassy of United States, Bogotá, Colombia. Lo abrí y era una carta en la que me citaban el 16 de diciembre a la embajada en Colombia. No entendí. Llamé al abogado y le pregunté. Él me dijo: “Aliste el viaje que tiene que ir a recibir sus papeles”. Oh, my god, qué felicidad.

La esposa de mi tío había salido de la cárcel y se había llevado a los niños a vivir con ella. Me fui con mi hijo para Colombia. Me hice los exámenes que exigían y, cuando recogí los resultados, la muchacha me dijo: “Felicitaciones”. Yo la miré extrañada y le dije: “¿Felicitaciones? ¿Por qué?”. Me dijo: “Usted está embarazada”. Tenía casi tres meses. Yo estaba con una prima en Bogotá y ella se puso feliz. Yo no. No tenía una relación chévere, en la que me sintiera apreciada. 

Me presenté a la embajada con los papeles bien organizados. El cónsul pasaba páginas. Me dijo: “¿Ustedes están casados hace cuatro años?”. “Sí”.  “¿Usted qué hace?”. “Estudio y trabajo en una floristería”. Volteó una página y se quedó mirando: “Oh, congratulations, está embarazada. Bienvenida a los Estados Unidos”. Me dio la residencia porque pensó que mi hijo y el bebé que esperaba eran el fruto de un matrimonio estable con un ciudadano legalmente radicado en su país. Pasé las fiestas decembrinas y regresé.

El 31 de julio de 1992 nos fuimos a la última consulta. El médico me dijo que en cualquier momento iba a empezar el proceso del parto. El hombre se había quedado afuera, recibiendo unos kilos de cocaína. Yo salí y él estaba en un teléfono público. Me paré a su lado y él siguió hablando con una novia que había dejado en Bogotá, prometiéndole que pronto se iba a abrir de nosotros. Ya no le importaba que yo lo escuchara.

Las contracciones se intensificaron y nos fuimos al hospital. Me aplicaron una inyección epidural y descansé. Cuando se me pasó el efecto, sentí los dolores más terribles. Fueron cuatro horas muy difíciles, con llanto y vomito. El doctor nos anunció que ya iba a nacer el bebé. Yo les dije que hicieran entrar al papá: “Yo necesito que ese hijueputa vea lo que se siente parirle un hijo”. Fue la primera vez que lo traté así. Mientras el hombre se vestía, bostezaba. Era su manera de mostrarme su desprecio. Yo lo miraba con un odio intenso. La mayor felicidad de mi vida, que era el nacimiento de mi hija, se enturbió con esos sentimientos tan feos. 

Él vio que nació la niña y se fue. Nunca habíamos discutido el nombre que le íbamos a poner y me lo estaban pidiendo para el certificado. Le puse el que se me ocurrió en ese momento. Dos días después vino y me dijo: “Ve, mi familia dice que vos le pusiste a mi hija el nombre de todas las putas de New York”. No pudo haber dicho nada más horrible. Me separé. Vivíamos en el Valle de San Fernando y me fui para West Covina. Bien lejos. 

***

Cuando el hombre traficaba con dólares falsos, yo conocí a varias personas que estaban en ese negocio. Les iba súper bien. También lo hice, al escondido de él. Me iba para una tienda, compraba algo de diez dólares, pagaba con cien, devolvía cincuenta y me quedaban cuarenta para mí, en cash. Yo dije: “Wow, tan chévere”. Yo no necesitaba porque él nos mantenía. Era más bien como una diversión peligrosa. Cosas que uno hace por joven, por la adrenalina, por creer que uno puedo con todo. Esos billetes eran muy bien hechos y pasaban como si nada. 

En mayo de 1993, ya separada, me metí de lleno. Una amiga se quedó sola con sus hijos y los instalé en mi apartamento. Se puso a trabajar conmigo. Éramos las mamás traqueteras. Hacíamos correrías y ganábamos mucho dinero. En noviembre, nos fuimos para un pueblo a meter billetes. Cuando nos faltaban tres, le dije que se fuera para el carro con los niños mientras yo terminaba. Yo le había hecho a ella un set de llaves de todo: del carro, de la entrada al building, del apartamento.

Entré a una tienda. Cogí algo. Pagué. La muchacha me dijo que la esperara mientras traía el cambio. Se quedó un rato. Me dio las vueltas. Entré a otro negocio y, cuando estaba pagando, vi policías ingresando a la tienda de donde había acabado de salir. Yo dije: “Esto es problemas. ¿Y ahora qué voy a hacer?”. Recibí el cambio. Me crucé con esos agentes en la puerta. Ellos entraron y yo seguí caminando hacia el lado contrario de donde estaba el carro. Saqué del bolsillo los recibos de las últimas compras y me los comí.

Excuse me, madam ―me dijo el policía cuando había avanzado medio bloque―, recibimos una llamada diciendo que usted pagó con un billete falso”. “¿En serio?”, le contesté haciéndome la loca. Me dijo: “¿Tiene más dinero falso con usted?”. Me quedaba un billete de cien en el bolsillo; ellos tenían dos. Le dije: “Pues, yo tengo más dinero. No sé si falso”. Me dijo: “El billete de la tienda anterior también es falso”. Le dije: “Bueno, yo no sé”. “¿Y qué dinero tiene?”. Le pasé todo. Me dijo: “Póngase contra la pared”. Oh my god. Yo estaba que me moría. Me hicieron poner las manos atrás y me esposaron. 

Yo tenía veintitrés años y llevaba cinco en una vorágine horrible: me había reencontrado con mi tío, había conocido la riqueza y el lujo en un país extraño, habían metido a la cárcel a mi tío y a su esposa, me había casado y separado, había iniciado una relación extraña con un hombre a quien yo no le interesaba y habíamos tenido un hijo, estaba criando cuatro niños y me había mudado varias veces de residencia, se había muerto mi abuela. En cinco años había vivido una vida completa. Sentí que debía volver a mi tierra.

Tenía el pelo largo y crespo y no podía quitármelo de la cara. Cuando levanté la cabeza, vi la parte de atrás de mi carro. “Dios mío, que se vaya ―suplicaba―. Ella tiene las llaves. Que se vaya, que se lleve a los niños”. Toda la mercancía que habíamos comprado estaba ahí y era evidencia. Vi que las luces rojas se encendieron. El carro comenzó a moverse y fue saliendo lentamente. Yo dije: “Que se venga lo que sea”.

Me subieron a la patrulla. Me llevaron a la estación de policía. Me quitaron las llaves y me preguntaron por el auto. Les dije que yo no tenía, que me habían dado ride y que ese dinero me lo había regalado un amigo. Me tomaron las huellas y me metieron a una celda. Esperaron a que cerrara el mall y se desocupara el parqueadero. Suponían que mi carro sería el único que quedaría. Se equivocaron.

Vino un policía a la celda y empezó a hablarme, a tratar de meterme cosas en la cabeza. Me dijo que él podía hacerme salir de ahí. A medida que hablaba, se iba bajando los pantalones. Yo tenía tanto miedo. Le dije: “Súbase esos pantalones o comienzo a gritar”. Él insistía y seguía quitándose la ropa. Le repetí: “I swear to god, I’m gonna scream”. Yo me quería morir. El que me había tomado las huellas era un tipo grande, como de dos metros. Yo pensaba que ese hombre también podía venir, que todos los policías me iban a violar. Dios mío. Yo no sabía si era la única persona encerrada ahí, en esa estación tan chiquita. No sé de dónde saqué fuerzas y le repetí: “Si usted me va a abusar, voy a empezar a gritar ya. Alguien me va a escuchar. No creo que seamos los únicos aquí”. Él me dijo que si no accedía él iba hacer que me quedara muchos años en la cárcel. Le dije: “Haga lo que quiera, pero no lo voy a hacer y voy a empezar a gritar ya”. Se vistió y se fue. 

Después de unas horas, me sacaron y me montaron en un bus lleno de hombres. Yo era la única mujer. Había una jaula y ahí me metieron. Yo estaba llorando, con el pelo sobre la cara. Tenía un frío terrible porque era diciembre y estaba amaneciendo. Uno de esos tipos me llamó por mi apellido. Me dijo que no llorara. Levanté la cabeza y lo vi. Era un mexicano malo. Me miraba horrible. “Ay, dios mío, y este por qué me conoce”, pensé y bajé la cabeza. Entonces, vi mi apellido escrito en mi camisa. No hice sino llorar todo el trayecto. Bajábamos por entre un monte. No había casas alrededor. No dejé de pensar ni un solo minuto de esas horas de viaje en que esos hombres podían hacerme lo que quisieran y en ese despoblado nadie se iba a enterar. 

Estaba lloviendo cuando llegamos a la cárcel del condado de Caramillo. Me subieron a una van y me llevaron a un edificio. Me requisaron. Pasé una puerta. Me entregaron el uniforme, unas chanclas y unas medias. Me cambié. Tenía una sensación de cansancio horrible. Me acosté en uno de esos benches, que son hechos de tablas pegadas alrededor de la pared. Me dormí. Me despertó el frío. Le dije a oficial que si me podían dar algo para abrigarme. Me dijo que ahí no había nada para mí. 

Me metieron a un pabellón lleno de camarotes. Los baños no tenían puertas ni paredes, solo unos muritos pequeños. Yo tenía ganas de orinar, pero no me atreví a hacerlo ahí, donde todas veían. Me conseguí el libro The Purple Color y me puse a leer y a leer. Me metí en ese libro y, cuando levantaba la mirada, pensaba: “Wow, estoy aquí”. Y volvía y me sumergía, me perdía en él. 

Nos hicieron parar en línea afuera de las celdas y nos contaron. Me acosté. Al otro día salí al comedor. Las reclusas se disputaban una comida asquerosa. Eran como aves de rapiña. Me quitaron la mía. Yo no la quería. No comí.

Los federales me ordenaron que les dijera quién me había dado ese dinero. Yo insistí con la misma versión. Un agente me amenazó que si seguía encubriendo iban a ir por los niños. Me dijo sus nombres. Yo lo miré aterrada: “¿Por mis hijos? ¿Qué tienen que ver ellos?”. “Si usted no es una persona honorable, no tienen por qué estar con usted y los vamos a retirar del hogar”. Se me vino el mundo encima. El niño tenía cuatro años; la niña, dos. Me los imaginaba en sitios horribles, creciendo sin los cuidados de una mamá. Me puse a llorar. Les dije: “Ellos no tienen la culpa de nada y yo tampoco”. Les repetí la historia que había inventado. Sabía que no podía cambiar la versión. Un federal me dijo: “Si usted quiere hablar, me llama. Aquí está mi tarjeta”. 

Yo vivía en un pueblo a dos horas de donde me cogieron. Di datos ficticios, pero ellos tenían mi licencia, so, podían llegar a mi apartamento. Había trabajado como seis meses y hubo días de cinco mil dólares, así que tenía un montón de plata encaletada en el apartamento. Apenas me permitieron hacer la primera llamada, me comuniqué con otra amiga, una paisa cuyo marido era súper traquetero. Le dije: “Estoy en la cárcel. Necesito que me limpien la casa, pues la dejé desacomodada; que me organicen las cosas donde son y que los niños de mi tía se vayan de viaje”. Todos nos entendíamos. Sacaron la caleta y todo lo de valor. Solo dejaron los muebles y la ropa. 

Mi amiga y los niños se fueron para donde la esposa de mi tío. Llamaron al hombre y le contaron. Ese man no sabía que yo estaba traqueteando y se metió una ofendida tenaz. Pagó los cinco mil dólares de la fianza. Salí a los dos días. No fui capaz de orinar en ese hueco y fue lo primero que intenté hacer en libertad. No pude. Terminé en el hospital con una infección urinaria. Me tuvieron que poner una sonda.

Pagamos un abogado y fuimos a la corte. Nunca encontraron el carro, ni más dinero falso. La posesión de los tres billetes se consideró un error y no daba para penalidad. El juez le dio dismiss al caso. Quedé limpia. Oh, my god, qué salvada. Yo dije: “No jodo más. Me voy para Colombia”. Entregué el apartamento y me fui para mi tierra. 

***

Compramos una casa en Villas de Guadalupe, en Cali, y un lote para construir una finquita, en Candelaria. Era el año 1993. Me veía con la familia y con los amigos; iba a reuniones, a fiestas. Fui cogiendo otra mentalidad. Empecé a ver que la vida podía ser muy bonita y que Estados Unidos había sido un error. 

Me dijeron que mi mamá estaba viviendo en el centro, en la calle 16. Tenía otro niño y otra niña. Ya éramos cinco hermanos. Me fui a buscarla. Era un sector horrible, lleno de basuras y ollas de vicio donde merodeaban indigentes y personas de mal aspecto. Muchos niños, sucios y flacos, deambulaban por ahí. Yo no había visto nunca algo así. Me impresionó mucho. Me dolió ver a esa gente viviendo en condiciones tan deplorables, la situación de esos peladitos. Yo fui pobre, pero nunca imaginé tanta miseria. Muy fuerte. 

El taxi me dejó al frente de un hotel de mala muerte. Yo estaba muy asustada. Entré. Subí unas gradas. Una señora me saludó muy amable. Era la dueña. Mamá le ayudaba a limpiar y a lavar las ropas del hotel. Entré al cuarto. Una habitación pequeña, pero limpia y organizada. Los niños estaban muy contentos de verme. Eran muy educados. Mi hermanita era una negrita muy linda y tímida. Mi hermanito no iba a la escuela porque decía que no le gustaba el ambiente de allá. 

Me sentí culpable de saber que mi familia vivía allí. Yo estaba económicamente muy bien y no había hecho nada por ellos. Los había abandonado. Me dolió mucho saberme tan egoísta. Me los llevé para mi casa. Mis hermanitos comenzaron a estudiar en la escuela Primero de Mayo. 

Mamá mantenía desesperada y se nos desaparecía todo el tiempo. Yo recordaba mi infancia, cuando ella se iba en las noches y no volvía. Me daba mucha tristeza. Parecía que nada había cambiado, salvo que mis dos hermanitos sí permanecieron a su lado. El niño era muy buen estudiante. En un año lo promovieron dos veces y siguió al colegio. Él es gay. Intentó abusar sexualmente de mi hijo. Ya no los pude tener más a mi lado. Los instalé en la casa de la Barranquilla, cuyos derechos de herencia yo le había comprado a la familia. 

Una señora que conocí en California me dijo: “Mariana, por qué no me manda usted los dólares de Colombia. Yo le pongo la gente”. Me armó todo el plan. Mi cuñado me llevaba los billetes. Yo tenía buena experiencia y sabía escoger muy bien los que pasaban: delgados, con buena tinta, de buen material. Cali era la segunda ciudad del mundo donde se hacían los mejores. Teníamos personas que los llevaban en fajas atadas a su cuerpo. Las cámaras no los detectaban. Había dinero para todos, en buenas cantidades.

Una pareja cayó. Cuando llegaron a Los Ángeles, los estaban esperando. Delataron a todo el mundo, pero no era gente mía y nunca me habían visto. Esa fue la primera alerta. Después, un primo se me perdió en Ecuador con un montón de dólares. Pasaban las horas y no lo podíamos localizar. Me daba susto que hubiera caído. Me arrodillé y le pedí a dios por él. Le prometí que si estaba bien yo nunca volvía a traquetear. Llegó sin problema. Se había demorado porque cerraron la frontera y no pudo comunicarse. Nunca más en el resto de mi vida volví a hacer nada ilegal.

***

En enero de 1994 regresé a Los Ángeles para que el papá de los niños estuviera con ellos. El día que cumplí veintiséis años, me invitó a salir. Yo no quería porque habían pasado tantas cosas feas, pero todo el mundo me decía que él amaba a sus hijos, que era muy pendiente de nosotros, que la familia de él era muy buena, que le diera otra oportunidad, que si no me quisiera no vería por nosotros. Me dejé convencer. 

Me llevó a cenar y a bailar. Nos fuimos a un hotel a dos pasos de la playa. En un momento dado, no recuerdo por qué, él empezó a insultarme. Yo le dije: “No, llévame para mi casa; no voy a dejar que me toqués”. Me respondió con un puñetazo en la cara. Yo vi las estrellas. Antes de que pudiera reaccionar, me dio otro. Me golpeó una y otra vez. Yo traté de salir corriendo y él me pegó en la espalda. Caí. Me agarró por el pelo y me daba puñetazos con una furia terrible. Mi cara estaba bañada en sangre. Yo gritaba, desesperada. Gritaba y gritaba con todas mis fuerzas y nadie me escuchaba. Logré soltarme y corrí hacia la puerta del baño. Él agarro la lámpara de la mesa y se envolvió el cable en las manos. Supe que me iba a estrangular y sentí un pavor espantoso. El miedo más horrible que he tenido en toda mi vida. No sé cómo, logré meterme al baño y le pasé el seguro. Él le daba patadas y puños a la puerta. Estaba fuera de sí. Yo lo había visto violento y furibundo, pero esa vez fue desproporcionado. Yo gritaba. Él gritaba. Nadie escuchaba o, al menos, nadie fue en mi auxilio. No pudo entrar. Al día siguiente, logré salir. 

Esa golpiza me dejó la cara deforme. No se nota tanto, pero tengo un lado más ancho que el otro. 

Estaba lloviendo cuando llegamos a la cárcel del condado de Caramillo. Me subieron a una van y me llevaron a un edificio. Me requisaron. Pasé una puerta. Me entregaron el uniforme, unas chanclas y unas medias. Me cambié. Tenía una sensación de cansancio horrible. Me acosté en uno de esos benches, que son hechos de tablas pegadas alrededor de la pared. Me dormí. Me despertó el frío. Le dije a oficial que si me podían dar algo para abrigarme. Me dijo que ahí no había nada para mí. 

Me había golpeado en otras ocasiones. Lo hizo delante de mi familia y unos amigos, en Cali. Fue en una fiesta de diciembre. Recuerdo que alguien vino a consolarme y me preguntó por qué una mujer tan bonita y echada para adelante como yo aceptaba el maltrato. No sabía la respuesta. Aún no la sé. Yo creo que cuando se ha padecido el abandono de los padres y se ha vivido tan sola, con tanto vacío y tanta desolación, uno prefiere dejarse golpear que perder una relación. Duele, pero es así. Uno se aguanta y se ilusiona con la idea de que todo va a cambiar y recibe las disculpas, los mimos y los cuidados. Y, otra vez, las palizas.

***

Mi tío salió de la cárcel en 1995. Purgó una condena de ocho años. Lo deportaron para Cali. Yo lo recibí. Le di un cuarto con un clóset lleno de ropa para estrenar. Le presté una camioneta nuevecita, de paquete, y, en la primera salida, la estrelló contra un poste. La destrozó. Tomé conciencia de que era un hombre desaforado, bebía todos los días, era incontrolable con las mujeres, no paraba en la casa y no le alcanzaba el dinero que le daba. 

Se quedó seis meses y desapareció sin avisarle a nadie. Un día estaba yo en la finca que había construido cuando me llamó una prima: “Mariana, aquí están unos señores preguntando por vos y por los niños”. “¿Quiénes son?”. “No sé. Dicen que vos tenés que saber dónde está el tío y que si no les decís va a haber problemas”. “¿Quiénes son?”. “No sé. Venite ya”.

Esos tipos comenzaron a apretarnos a nosotros. Yo llamé a un primo muy cercano, que era policía, y le pedí ayuda. Él habló con ellos. Resulta que mi tío los había convencido de que le pusieran una mercancía en Miami. Ellos sabían quién era él en Los Ángeles y se la soltaron. Nosotros quedamos como garantía. 

Llamé al papá de mis hijos y le conté. Él estaba traqueteando en New York y tenía conexiones. Investigó quiénes eran y los llamó a Cali: “Miren, mi familia no tiene nada que ver con esto. ¿Yo los robé a ustedes? ¿Mi hermano los robó? ¿Alguien de mi familia? Entonces, no se metan con ellos. Ese man se abrió y dejó tirados a los hijos. Así que paren la vuelta ahí”.  

Después me llamó mi tío con mentiras, que la mercancía se la había caído a un tipo que la traía de Georgia, que lo había cogido la policía. Ya nos habíamos enterado de la verdad. Él había conseguido un pasaporte falso, con otra identidad y se había atravesado Centroamérica, país por país, hasta llegar a Miami. Allá conoció a una cubana y se rumbeó toda la plata de esa droga. Le dije: “Lo que sea, pero aquí tu familia está en peligro, sobre todo tus hijos y yo. Entonces, llámalos”. Yo no supe más, pero eso se quedó quieto. 

Mi tío mandó a la cubana por los niños. Me dio mucho pesar dejarlos ir. Habían estado conmigo cinco años mientras los papás estaban presos. La mamá se los había llevado un tiempo cuando salió de la cárcel, pero le estorbaban para seguir en el desafuero al que estaba acostumbrada. Vivieron conmigo otros dos años en Cali, hasta que la cubana los recogió. 

La libertad le duró poco a mi tío. El que lo atrapó la primera vez en New York, lo volvió a hacer, diez años después, en Miami. Una casualidad increíble. El agente no estaba detrás de él. Cuando lo detuvo, mi tío le dio la identidad falsa. El hombre lo recordó: “Ese no es su verdadero nombre. Yo a usted lo capturé en New York”. Esa vez le dieron cinco años.

Los niños se quedaron con la cubana. Ella también había tenido una hija con mi tío. Se dedicó a abusarlos, los golpeaba, los hacía aguantar hambre. Una tarde, el mayor llegó de la escuela y vio a la niña reventada. Les contó a unos familiares en Miami y ellos llamaron a la policía. A la tipa la llevaron presa y a los niños los querían meter al sistema de adopción.

La mamá de los niños estaba viviendo en Georgia con su hermana, la examante de su exesposo. Fueron a recogerlos y se los llevaron a vivir con ellas. Los niños crecieron e hicieron su vida allá. Una vida mala, con cárcel y vicios. La mamá vive en Canadá. Padece problemas mentales.

***

Viví cinco años en Colombia. No perdí mi residencia porque uno de traquetero sabe cómo son los torcidos. Yo llegaba y le decía al de migración en Bogotá: “Mira, ¿tengo que sellar el pasaporte?”. “Espere un momentico más adelante ―me contestaba― y llamaba al siguiente”. Yo seguía y al ratico el hombre iba por su plata, trescientos o cuatrocientos mil pesos. Me quedaba todo el tiempo que quisiera, como si no hubiera entrado al país. Cuando quería viajar de nuevo, contactaba a otra persona de migración y me sellaba el pasaporte como si hiciera un mes que hubiese entrado.

En septiembre del año 2000, cuando se iba a acabar el mundo, regresé a Estados Unidos. Venía con otras cosas en la mente. Llegué a New York, a la casa del hombre. A pesar de las golpizas, él era el papá de mis hijos y seguía siendo mi pareja. De todas maneras, en el sexo funcionábamos bien. No me gustó esa ciudad y me fui para Minnesota después de nueve meses. Allá llegó. A él le mataron al hermano y se enloqueció. Mantenía bebiendo, hablando por teléfono, conspirando para asesinar a esa gente. No aguanté más. Me separé definitivamente. 

Me puse a trabajar en una distribuidora de productos para farmacias que surtía a Walgreens. Empecé en la línea llenando las órdenes. Después, me pusieron en la sección de medicinas prescritas y las que necesitaban cadena de frío. Luego, la mánager me dijo que le ayudara en la oficina. Me ofrecieron un trabajo donde me pagaban mejor y me fui a hacer unos filtros de agua que mandaban para las prisiones y los hospitales. Era un trabajo fuerte. Me pasé a otro donde hacían balloons de helio. Me encantó y me quedé hasta el 2004.

Inicié una nueva relación con otro colombiano. En su juventud, él había estado preso por narcotráfico, lo habían deportado y se había vuelto a meter por el hueco. En ese momento, yo no lo sabía. Nos vinimos a pasar vacaciones a Tampa y mis hijos se fascinaron con el mar. Nos radicamos aquí. Creé una compañía de pintura. Nos iba muy bien. Hacíamos hasta cuatro mil dólares en una semana. Él era muy malgeniado y me aburrí. Le dije: “Yo con usted no vuelvo a trabajar. Vuélvase serio. Yo voy a estudiar”. 

Como no había terminado el bachillerato, presenté el GED y lo pasé. Tenía treinta y cinco años. Un día el profesor me dijo: “Usted es muy inteligente, Mariana. Aquí hay un programa para estudiar CNA. Es gratis y yo te quiero inscribir”. El Certified Nursing Assistant lo exigen para cuidar pacientes y ese era un trabajo que yo quería hacer. “Hágale ―le dije―, a mí me encanta”.  

Terminé ese curso y, de una vez, él me metió al curso de Flebotomía. Entonces, me fui a trabajar en un home de ancianos con Alzheimer. Wow, me encantó. Era una lucha convencerlos de que se bañaran, pero era muy bonito ver cómo el agua los relajaba. Disfrutaba mucho alimentarlos porque tenía que inventarles cuentos, como a los niños. Si uno tiene la vocación de servirles, ese trabajo es una bendición.

Yo estaba feliz. Llevaba dos años ahí cuando quedé en embarazo. Seguí con mis viejos, pero un día uno de ellos estaba muy alborotado y me dio una patada en el abdomen. Él había estado en una guerra y a veces se ponía loco. Era un hombre altísimo. Me retiré. 

Me faltaban dos semanas para el parto y el médico me dijo que el feto estaba mal de peso, que podía tener dificultades del corazón y podía nacer con problemas. Me citó a las seis de la mañana. Me indujeron el parto, y empecé a dilatar, pero no bajaba. Me hicieron cesárea. Mi hija nació cerca de las seis de la tarde. Estaba hermosa y sanita. 

La relación con el pintor se iba degradando cada día. Él se enojaba fácil. Me gritaba, me pegaba por cualquier cosa. Si no le tenía la comida lista, se ponía furioso y se desataba a gritar, a amenazar. Yo hacía lo que él dijera y corría para tenerlo contento. Era un tipo celosísimo, hasta me vigilaba cuando iba a estudiar. La primera vez que me pegó fue por celos. El tipo me sabía manipular, me bajaba el cielo, se dormía diciéndome que me amaba. Si me dolía la cabeza, él me cuidaba, me conseguía medicina. Yo nunca había tenido eso y me aguantaba el abuso. 

Ni siquiera era que lo amara porque yo nunca me enamoro. A mí me gustan los tipos y me comprometo en una relación, pero amor de verdad nunca lo he sentido por una pareja.

Un día tuvimos un enfrentamiento muy grave. Yo entré al cuarto, me arrodillé y supliqué: “Dios mío, quita a este hombre de mi vida. A mí no me importa cómo, pero que se vaya, que se lo lleven preso. Lo que sea”. Ya él no me interesaba. Al poco tiempo, lo cogieron manejando borracho y lo encarcelaron. Lo deportaron y no supe más de él.

***

En el 2013, recibí un mensaje en el correo electrónico: “Nana, llame a la casa que su papá falleció”. Telefoneé a mi hermana y me dijo que él se había quitado la vida: “Se ahorcó, Nanita; se colgó en el patio”. Nadie pudo entender qué lo llevó a tomar esa decisión. Era una persona muy agradable, muy afectuoso con sus hijos y sus nietos; le gustaba vivir y le encantaba hacer bromas, reírse. Había acabado de regresar de Europa, de visitar a una hija que amaba mucho. 

“Nanita, yo no sé de dónde saqué fuerzas para bajar a ese man de allá. Yo no entendía lo que estaba viendo”, me dijo mi hermano. Él también se me murió hace tres años. 

***

Cuando mi tío salió de pagar su segunda condena, lo deportaron a Colombia de nuevo. Nadie lo vio. No se volvió a saber nada de él por casi una década. 

En el 2011 nos fuimos a celebrarle a mi hija su cuarto cumpleaños en el parque Nickelodeon, en Orlando. El niño segundo de mi tío me puso un mensaje: “¿Nana, qué sabe de mi papá?”. Le dije: “Nada, papi, no sé nada”. “Nana, es que están poniendo en el Facebook que él era muy bueno”. “¿Cómo así, papi?”. “Parece que mi papá se murió”. A mí se me dañó el paseo. Él fue la única persona que yo conocí como papá. Yo desapruebo totalmente sus cosas, pero es un pedazo de mi vida. Familia es familia, como dice la canción.

Me puse a investigar y encontré gente en España que me mandó un video de la noticia que había salido en los medios. Se veía un charco de sangre y sus chanclas. Unos gitanos se habían metido al apartamento para robarle una droga y le habían pegado varios tiros. Parece que él se tiró del cuarto piso. Una persona de la Interpol me lo ubicó en un hospital. Yo encontré a la mujer con la cual él vivía. Era una bogotana con quien habían tenido otra hija. Ella hablaba como si hubiera salido del cartucho. Odiaba a mi tío. Todas las mujeres que fueron su pareja terminaron odiándolo. Ella era la única que podía entrar al hospital y no quiso darnos razón. 

Desistí con ella y conseguí que la amiga de una amiga mía entrara al hospital. Dijo que era familiar y consiguió información. A mi tío le habían metido cinco tiros en el estómago. Le habían dañado los riñones, el hígado, los intestinos. Se fue recuperando lentamente, pero ya no quedó bien. Salió del hospital y se volvió a desaparecer. No volvimos a saber nada de él por años. Nadie daba razón.

Apareció en Holanda. Se había ido a traquetear con un amigo y se hospedó en la casa de este. No pasó mucho tiempo para que el hombre lo echara a la calle porque intentó metérsele a la cama con la esposa. Tenía más de setenta años y le tocó dormir debajo de un puente. Pidió asilo y lo pusieron en un programa de protección. Lo llevaron a un sitio donde le daban comida y techo. Era el año 2019. Estuvimos en contacto casi a diario durante dos años: nos llamábamos, nos mandábamos mensajes, compartíamos música. Un día nos peleamos por alguna tontería y dejamos de hablarnos. 

A comienzos de este año le dio el COVID. Estuvo en coma de febrero a abril. Aunque se recuperó, le quedaron secuelas mentales. A veces habla bien, pero, otras, dice cosas sin sentido, confunde la realidad y habla del pasado como si fuera su presente. Tuvieron que hacerle terapias porque había perdido movilidad. Ahora está en el sitio de protección, viviendo del Estado y esperando que le otorguen el asilo.

***

Me traje de Colombia a mis hermanos mayores. Los menores se quedaron en Cali viviendo con mi mamá en la casa de la Barranquilla. En el año 2016, me llegó la notificación de una demanda. Mi mamá exigía derechos de propiedad sobre la casa. Contraté a un abogado. El caso no prosperó, pero yo no pude superar esa última decepción. Mi casa de la Barranquilla fue el primer espacio que sentí mío y al que realmente pertenecí, el lugar en el que viví feliz al lado de mi abuela. Era muy importante para mí y ella intentó robármelo. Vendí la casa. No le volví a mandar dinero. 

En el 2019, mi hija mayor se casó en Cartagena. Fue la familia y también mi mamá. Nos tratamos con cordialidad, pero sin afecto. Aproveché para ir al Valle del Cauca y alquilé una finca en el lago Calima. La invité. No apareció. Me fui para Cali y me quedé en la casa de mi tía unos días. Tampoco me visitó, ni me invitó a su casa. El día de su cumpleaños, le hicimos una torta. Terminamos discutiendo. Le dije: “Usted no sabe quién soy yo, ni yo sé quién es usted. Ni siquiera sé dónde vive. Usted lo que hizo fue parirme y tirarme en la vida. Nos tiró a todos sus hijos, como basura”. 

De todas maneras, cuando la pandemia se puso tan difícil, me la traje. Estuvo unos meses acá y se fue para donde mi hermano, en Minnesota. Ya no le tengo paciencia. Eso fue hace tres semanas. Ella no cambia, en lo esencial: mala madre, mala abuela. Tiene una relación muy distante con sus nietos, como si no estuvieran ahí. Perdí cualquier vestigio de apego por ella. La perdoné y me produce mucho pesar verla ahora, pero amor hace años que no le tengo. Creo que ella tampoco nos quiso nunca, ni a mí ni a mis hijos. Sin embargo, el dolor que me causó no desaparece. Todavía lloro cuando hablo de esa mujer que nunca quiso ser una parte buena de mi vida.

***

Cuando me retiré del home de los viejos, me puse a estudiar para asistente de médico. Lo hice acelerado y saqué mi diploma en dieciocho meses. Conseguí un trabajo en Pediatría. Llevo ahí doce años. Me ocupo de vacunar a los niños, llamar a los padres para decirles que los exámenes están bien o para hacer una cita. No pude estudiar medicina como lo soñé en Colombia antes de emprender ese loco viaje a California. Sin embargo, estoy trabajando en el área de salud y atiendo pacientes. Es una labor que me satisface totalmente.

Desde hace seis años estoy con un puertorriqueño. Nunca ha intentado levantarme la mano. Al contrario, yo ya estaba como viciada con esas relaciones anteriores y le gritaba, le pegaba. Yo venía del abuso y quería abusarlo a él. No me devolvía los golpes. Un día dije: “No más, él es un buen hombre y no merece esto”. Bajé la guardia y me concentré en tratar de entender mejor su cultura y sus tradiciones. Es un hombre tranquilo, noble, amoroso y trabajador. Me hace sentir muy bien.

Mis hijos y mis nietos tienen su vida aquí. Siempre estoy para ellos. Vivo con mi pareja, mi hija menor y mi nieto en esta casita, que no es grande ni lujosa, pero sí suficiente para nosotros. Además, tiene un patio en el que mis siete perros están felices. La vida es buena conmigo hoy, aquí. De Colombia, arrastro tantas heridas. Las he curado todas, pero hay una que no cicatriza.

Una noche, mi hija mayor vino con sus dos niñas a la casa. Aquí estaba mi hija menor, mi nieto y una amiga con sus dos hijos. Nos pusimos a ver televisión. Los niños estaban acostados en una camita. Mi hija notó unos movimientos extraños. Se llevó a la niña para el cuarto y la investigó. Me llamó y me contó que esos niños la estaban tocando. Se puso muy mal. “Mamá ―me dijo llorando― a mí me violaron dos primos en Colombia”. Yo no sabía eso. Esa revelación me mató. 

Lo supe hace siete años. Desde entonces, me despierto todos los días a las tres de la mañana pensando en lo que le hicieron. Me duele mucho. Siento que es mi culpa, que le fallé. Yo la llevé donde mi familia y esos muchachos, a los que yo había tratado con tanto amor, la violaron. Ella dice que ya lo superó. No le he contado a nadie. No sé cómo reaccionarían los familiares ni de lo que sería capaz mi hijo. Me avergüenza contarle a mi esposo algo tan denigrante. Callo y lloro. No sé qué más hacer.

(Mariana, Tampa, Florida, octubre 2 de 2021)1


  1. El nombre fue cambiado por petición de la protagonista.
Óscar Osorio. Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Esta crónica hace parte del libro inédito Allende el mar. Crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos escrito gracias a la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano, al año sabático y el tiempo para el desarrollo del proyecto de investigación-creación (CI-4424) que le otorgó la Universidad del Valle. La estancia en Estados Unidos fue avalada por The City University of New York.
Foto: Julián Jaramillo

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