Sufrir, día tras día sufrir. Crónica de una protesta a las afueras de la JEP
Por: Clara Inés González Libreros
Estudiante de Comunicación social y Periodismo, Univalle

Foto: Cristian Garavito. Tomada de: elespectador.com
Escenario: las afueras de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en la carrera séptima con sesenta y tres en Bogotá. Un edificio gris de once pisos, con ventanas-espejo, cuadriculado, oscuro, imponente, custodiado, reflector de las luces de los faros y los carros que transitan una de las vías más importantes de la capital. En la entrada principal, junto a una puerta de cristal cerrada, un pequeño pueblo: colchonetas, cartones, costales llenos de ropa, bolsas con platos, ollas y vasos, paraguas, cobijas, almohadas, una bandera de Colombia cansada sobre el piso, el amarillo sucio, el azul mareado y el rojo oscuro, seis mujeres y doce hombres, entre los 50 y 60 años, sentados con resignación en el suelo, y algunos carteles con errores de ortografía: “las victimas campesinas en Colombia que llevan 16 meses en la calle no cuentan con alojamiento, alimentación, subsistencia familiar que estan en pobresa extrema. Baja, baja, baja”; “prevalese más la vida y la integridad de un ser humano que la recuperación de un espacio público”.
Son las diez de la noche del viernes 11 de febrero de 2022. Para soportar el frío de 8° centígrados, los acampantes toman del tinto que una vecina del barrio Nueva Granada les regaló hace un rato. Sin embargo, don José Edier Cuellar Méndez no recibió el café. Se lo dio a su esposa, acostada en una de las esquinas, para que se lo tome más tarde, cuando la confusión de levantarse a las tres de la mañana y encontrarse rodeada de desarraigo, la quiera convencer de rendirse. Don José tiene 60 años, la piel canela, opaca, los ojos pardos, y los párpados caídos. Tiene puestas dos chaquetas, en su mano izquierda lleva un bastón, una gorra roja en la cabeza y un documento en la mano derecha que lo certifica como una de las víctimas del conflicto armado en Colombia.
Todo comenzó el 1 de agosto de 2007 en Caquetá, cuando la tierra era pulpa y crecía la arracacha, la arveja, el fríjol, la yuca, la auyama… Él estaba arando la tierra cuando miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) irrumpieron en su terreno, lo amenazaron y días después, en medio de la noche, asesinaron a su hermano. Han pasado 15 años desde que don José se fue sin mirar atrás, convirtiéndose en un número más de los 8.6 millones de desplazados forzados del conflicto, según el Registro Único de Víctimas, por quienes el expresidente Juan Manuel Santos, en 2012, anunció las primeras reuniones para negociar la paz entre el Gobierno y las FARC.
Lo demás es historia. Ese mismo año se firmó la hoja de ruta para el Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Posteriormente, se instaló la mesa de negociaciones en Oslo, Noruega, con la presencia del jefe de las FARC, ‘Iván Márquez’ y el negociador del Gobierno de Colombia, Humberto de la Calle, y el 26 de septiembre del año 2016 en Cartagena, Santos y ‘Timochenko’, máximo comandante de las FARC, firmaron el acuerdo.
Todo comenzó el 1 de agosto de 2007 en Caquetá, cuando la tierra era pulpa y crecía la arracacha, la arveja, el fríjol, la yuca, la auyama… Él estaba arando la tierra cuando miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) irrumpieron en su terreno, lo amenazaron y días después, en medio de la noche, asesinaron a su hermano.
Entonces surgió la razón de ser de este edificio, en funcionamiento desde el año 2017, hoy dirigido por el magistrado Eduardo Cifuentes y ocupado por don José y sus compañeros.
— ¿Por qué están aquí? —le pregunto a don José.
— Estamos exigiéndole nuestros derechos al Gobierno. Desde antier nos desalojaron de la Embajada de Noruega. Llevábamos 15 meses allá protestando. Nos sacaron sin ninguna propuesta, por lo cual nos vinimos con el trasteo a puro hombro desde la carrera once con noventa y cuatro. Duramos dos días caminando, y estamos aquí para que, por medio de la JEP, el Gobierno responda a nuestros procesos. Gracias a Dios todavía tenemos energías —responde don José.
— ¿Quiénes son ustedes?
— Somos 18 campesinos víctimas del conflicto armado en Colombia. Mire, aquí está mi certificado. Venimos del Caquetá, del Huila, de Cundinamarca, del Chocó. Cada uno tiene su historia, pero viendo la situación en la que estábamos, nos organizamos para reclamar juntos.
Mientras conversamos, don José recibe una llamada. Uno de sus compañeros le acerca el teléfono.
—Quiubo mijo, ¿cómo le ha ido?
—No pues aquí, en la lucha…
—Nooo, hermano, desprecio y más desprecio.
—Sí… aquí con cauchos y cartones, con este frío…
—Pues antenoche dormimos en la noventa, anoche dormimos en la ochenta y cinco, y hoy sí vinimos a dormir en el apartamento de nosotros, aquí en la JEP.
— ¿Ah? No le escucho, mijo… Sí, entre todos metimos todos los bejereques aquí. No vimos de otra.
—Bueno, si va a pasar por aquí traiga pollito, somos 18 nomás.
—Bueno, nos hablamos.
—Bueno, que duerma mijo.
— Qué pena con usted mija, ¿qué me estaba preguntando? —me dice don José, una vez termina su conversación por teléfono.
— ¿Qué les han dicho en la JEP sobre su situación? —le pregunto a don José.
— Ayer llegamos a un acuerdo para irnos a un albergue a las seis de la tarde. Quedamos en que iba a venir una ruta por nosotros 18, pero llegó una buseta para 12 personas. Eso es una arbitrariedad porque no nos sostienen la palabra.
— Si están aquí todo el día y toda la noche, ¿cómo hacen para subsistir?
— Yo por el momento soy vendedor informal. Vendo dulcecitos. Soy discapacitado de la columna. Mi cuerpo ya no resiste ni para barrer. Por las noches, me reúno con mis compañeros y nos quedamos en los andenes. Donde nos coge la noche dormimos. Llueve o truene, nos toca acostarnos donde podamos. Pero mire, ¿usted no cree que el Gobierno debería de ver por nosotros las víctimas? Nosotros no tendríamos que estar en esta situación que nos ve. Si tuviéramos una solución, no estaríamos aguantando frío, mendigando un bocado de comida, comiendo reciclaje, durmiendo en cartones…
Silencio.
— ¿Cuántos años llevamos en esta lucha? —prosigue don José—. Señorita, una indemnización no paga una vida. Mis compañeros y yo hemos perdido tierras, fincas, hijos, madres, padres. Los sufrimientos de ver cómo lo quieren matar a uno lo van acabando. Eso es de repente, como un susto, y uno tiene que volar del nido por los hijos. Se pierde todo, la casa, lo que se ha construido, lo que se ha cosechado. Venimos aquí, a la autoridad competente, para que nos solucione nuestro problema, y ¿qué hacemos? Sufrir, día tras día sufrir.
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Es sábado 30 de julio de 2022. Son las cinco de mañana. El aire parece de hielo. Han pasado casi seis meses desde que entrevisté a don José. Lo veo desde lejos mientras camino hacia la parada del Transmilenio. Mientras sus compañeros duermen envueltos en cobijas, como costales abandonados en el piso, él está sentado en el mismo andén, la mirada en el infinito, el bastón a un lado, un vaso de café en su mano izquierda, y en la derecha el documento que lo certifica como víctima del conflicto colombiano.