Soy primo de Jesucristo
Esta crónica hace parte del libro Allende el mar. Crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos, escrito como resultado de un proyecto de investigación-creación desarrollado gracias a la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano y al año sabático otorgado por la Universidad del Valle. En tanto relato documental, la historia aquí contada se atiene estrictamente a la información allegada en la investigación. En relación con los procedimientos textuales, el cronista actúa con absoluta libertad en pro de lograr un tratamiento literario de dicho relato. En este sentido, la primera persona es una voz híbrida que se construye en un espacio de tensión entre la del cronista y la del protagonista.
Por: Óscar Osorio
Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios, Univalle

Le dije a Caicedo: “Matemos al papa, marica, y luego nos matamos. Así nunca vamos a morir, la gente nos va a llevar, nos van a recordar toda la vida, por generaciones”. Estaba prestando el servicio militar y nos habían mandado de escoltas. Eso estaba lleno de gente. Quité el seguro, así: chan. Se puso duro. “Decidí. Decime. ¿Sí o no? Decime y pasamos a la historia de por vida. Decime”. “No, mejor no”. Le dio miedo. Yo lo iba a matar, a Juan Pablo Segundo.
Busqué mucho la muerte. Como dijo Ernesto Che Guevara: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.
Me conecté con la muerte porque nací en el momento equivocado y no me gusta este sistema de vida. El ser humano llora, siente, se queja, critica, jode, pero no hace nada por superarse: si el tomate está caro, ¿por qué no siembra tomates?; si los huevos están caros, ¿por qué no tiene una gallina?; ¿esas flores solo sirven para que las abejas coman polen?, siembre lechuga. Mi papá nos enseñó.
Soy de los pocos que están en el punto de equilibrio entre el bien y el mal. Pablo Escobar también: mataba y le regalaba casas a la gente. Él no fue malo, mala fue la gente que creyó que era malo. El Chacal no era malo. Víctor Patiño Fomeque no es malo. Uribe no es malo. Se volvieron malos porque la gente les dio ese poder incontrolable. Todo tiene su causa y sus consecuencias: si vos tiras algo para arriba, te cae a vos o a otro. Simple. La vida son límites, unos están hacia dios, otros hacia el diablo; pero la gente está más hacia el diablo que hacia dios, por naturaleza propia.
Yo desafiaba a Jesucristo y al diablo jugando a la ruleta rusa: 80, 60, 50 y tiro seco. Uff, adrenalina. Lo hacíamos con la 38 de un sargento del ejército. Un día, él me invitó a jugar. Yo estaba haciendo el pesebre y no pude. Cuando vi que sacó el fierro y, pas, se dobló. Yo brinqué: “Ay, se la ganó; se la ganó, hijueputa; se la ganó, se la ganó. Bien hecho, mi sargento”. Le eché el amarre para que no se muriera: le dije al oído las cosas que le iba a hacer a su mujer si la dejaba. Lo llevamos para la clínica. Se salvó. Se murió de una gripa tres años después.

Soy un captador de caminos y pensamientos. Hay personas que somos así, sabemos lo que la gente necesita y ayudamos. Soy ayudante de Jesucristo. Como mantiene tan ocupado, él le dice a uno a quién tiene que ayudar, lo manda a resolver aquí en la tierra. Somos ángeles negros. Yo soy un ángel negro.
Empecé a hablar con Jesucristo para saber por qué yo era tan violento, como esquizofrénico. Mi hermano me llevó para hacerme la regresión y yo les dije: “Ustedes son psicólogos de libros, yo soy de vida; valgo más que ustedes diez mil veces. Por eso, mi tenacidad y mi verraquera. Ustedes a mí me valen huevo; ustedes están debajo de mí, yo estoy arriba de ustedes”.
Cuando mamá se quedó ciega, el médico decía que no había nada qué hacer. Yo le dije: “Mamá, vea con la mente, negocie con el cuerpo; vea por los oídos, que usted puede ver por los oídos”. No, que no podía. Le dije al médico: “Mirá, a mí no me des problemas, que problemas hay; dame soluciones”. Que no había nada qué hacer, me contestó. Mi hermana tenía una óptica y se enojaba: “Vos no podés hacer que vea, vos no sabés, vos te creés mucho”. “Mamá va a ver porque hablé con Jesucristo. Él y yo somos bacanos”, le dije. Vino otro médico y la puso a ver en blanco.
Años después se murió de un infarto. Yo le insistí que negociara con el cuerpo, pero no fue capaz. Tenía ochenta años. Mi papá sufrió un cáncer, pero también lo mató un infarto. No me acuerdo a qué edad. No fui a su entierro. No quise ir. ¿Para qué si estaba muerto? Al de mi mamá, sí. Yo estaba en Palmira, por su cumpleaños.
Yo soy cobrador de Jesucristo. En el ejército, torturé a un man que se nos había volado de la custodia. Lo enveringué, lo amarré con alambre de púas, le eché chocolate, miel de abeja y lo senté en un hormiguero. El hombre se agarró a gritar y le metí un pañuelo en la boca porque no me dejaba escuchar el noticiero. Lo castigué porque a nosotros nos habían torturado por él. Le cobré.
Todos los días le pido a Jesucristo para que me coloque con la gente que debo ayudar. La plata mía es del que la necesita. Es una filosofía de vida y un mensaje de dios: ¿Para qué dos pares de zapatos si solo tengo un par de pies? Cargo billetes de dos dólares y se los doy a la gente, para la suerte.
Soy un captador de caminos y pensamientos. Hay personas que somos así, sabemos lo que la gente necesita y ayudamos. Soy ayudante de Jesucristo. Como mantiene tan ocupado, él le dice a uno a quién tiene que ayudar, lo manda a resolver aquí en la tierra. Somos ángeles negros. Yo soy un ángel negro. Le dije a una persona: “A usted se le murió un pariente en estos días, alguien conocido; no sé quién fue, pero usted le pidió un favor a Jesucristo y él me mandó para hacérselo. Tenga estos doscientos mil pesos. No necesita saber mi nombre”. “¿Usted quién es?, ¿quién le dijo?”. “No, señora, no pregunte; solamente dele gracias y dígale que ya le cumplió el deseo”.

Una vez estaba haciendo una vuelta en Cali y vi que venía una muchacha con una carpeta. Le dije: “Buenas, buenas, mi amor; camine la llevo”. Ella ni me miró. Yo seguí. Después, yo estaba viendo al cielo y ella pasó. “Venga, venga —le dije—. Usted necesita un favor y a mí me mandaron a hacérselo. A usted se le murió alguien cercano”. Me miró: “¿Usted quién es?, ¿usted me conoce? Me mataron un primo que yo quería mucho”. Me contó que iba para el club Noel porque tenía el hijo enfermo. Le di una plata y esa niñita se puso a llorar. Esa niña lloraba y lloraba. Me dijo: “¿Sabe por qué venía a pie? No tenía para el bus”. Todavía se me vienen las lágrimas cuando lo recuerdo. Dios me mandó a hacer ese favor y le doy gracias por haberme puesto ahí.
La gente me comenzó a llamar el Chamán porque me veía así, vestido todo folclórico, y porque yo les decía la verdad: “Usted se va a morir”, “Usted tiene problemas”, “Lo que pasa es que vos querés actuar de una manera, pero te da miedo”, “Esos cambios son buenos”. Todo eso siempre es verdad, ¿sí o no?
Todos los días le pido a Jesucristo para que me coloque con la gente que debo ayudar. La plata mía es del que la necesita. Es una filosofía de vida y un mensaje de dios: ¿Para qué dos pares de zapatos si solo tengo un par de pies? Cargo billetes de dos dólares y se los doy a la gente, para la suerte. No regalo plata, le pago a la vida lo que me ha dado; le devuelvo. Soy agradecido. Me paro en las agencias donde la gente trabaja por un dinero. Observó y escojo: “Venga, señora; tenga estos cincuenta pesos que a usted le hacen falta. Yo le completo”. A otra: “Tenga doscientos, cójalos”. Me miran con desconfianza. La gente les dice: “Cójalos, cójalos, que él es así; él es loco”.
Me ven con este montón de collares en el cuello, y piensan que soy loco. Yo los empecé a usar porque quería ser jipi. Me gustaba esa filosofía porque el ser humano es nómada por naturaleza y si le salen raíces no se puede mover. Ahí muere. Entonces, me empezó a gustar llevarlos. Después supe de las energías, del bien y el mal, la oscuridad y la luz, el frío y el calor. Empecé a ir a la basílica de Buga. Allá los compro y los hago curar de una parapsicóloga. Así las energías no pueden hacerme daño. También uso escapularios, manillas y crucifijos. Me los pongo unos sobre los otros, más de veinte, porque me gustan y me protegen. También uso la cruz de Tau y llevo las cadenas de oro que me libran de la envidia.
Mi papá me nombró Rodín, por el filósofo griego Rodán y el escultor italiano Rodín. Rodín, el pensante; hijo de don Rodín y nieto de don Germán. Mi papá también me llamó así porque le gustaba la escultura y porque sabía que, por lógica, los hijos con nombres de personajes grandes serán grandes hombres.
La gente me comenzó a llamar el Chamán porque me veía así, vestido todo folclórico, y porque yo les decía la verdad: “Usted se va a morir”, “Usted tiene problemas”, “Lo que pasa es que vos querés actuar de una manera, pero te da miedo”, “Esos cambios son buenos”. Todo eso siempre es verdad, ¿sí o no? Yo desde niño he leído libros de metafísica y así les hablaba. Hice fama y, a veces, cobraba la consulta. Cincuenta dólares por sentarme a hablar mierda en cualquier esquina. “Ay, usted tiene razón”, decían. Le cobro a una y le regalo a otra que lo necesite.
Pongo a circular la plata porque no tengo una relación con el dinero. Yo tengo relación con la vida. Vivo sin plata, como los locos de la calle, que es la gente más inteligente: no pagan renta, leen todos los periódicos, comen lo que sea, hacen lo que se les da la gana, se acuestan a la hora que quieren y a esa misma hora se levantan. Locos no son, son intelectuales que no están de acuerdo con un sistema de vida. Como dicen por ahí: “Hay locos que nacen locos, locos que locos son, locos por la miseria, locos por el amor, hay locos que vuelven locos a los que locos no son, hay locos que siendo locos pasan la vida mejor”.
Entonces, sí, soy el Chamán. También me llaman el Chavo y Colombia. Mi papá me nombró Rodín, por el filósofo griego Rodán y el escultor italiano Rodín. Rodín, el pensante; hijo de don Rodín y nieto de don Germán. Mi papá también me llamó así porque le gustaba la escultura y porque sabía que, por lógica, los hijos con nombres de personajes grandes serán grandes hombres.

Foto: ivansanchezcyd2.wordpress.com
Se lo había enseñado mi abuelo Germán, un paisa blanco, que era inspector de Policía en Buenaventura. Allá conoció a mi abuela Raquel, que era una negra bien chusca de Guapi. La embarazó y, apenas recién nacido el niño, se fue. Ella crio a mi papá sola, hasta que el abuelo se lo robó para llevárselo a su nueva esposa, la abuela Carlina, que era blanca. Entonces, papá fue un negro con papás y hermanos blancos. Claro que era un negro fino, con pelo malo, churrusco, pero con nariz y perfil griego. Todos ellos están vivos. En la mente mía.
Rodin José, mi papá, era un verraco. Le gustaba trabajar, moverse, aprender cosas nuevas. Leía libros. Era un intelectual, un autodidacta y también estudió en la Universidad Obrera e hizo muchos cursos. Mi mamá era una muchacha tolimense, criada por su abuela.
La violencia siempre ha estado ahí, al lado. Me mataron a una tía y a mi cuñado se lo llevó la guerrilla. Pedían veinticinco millones de pesos para liberarlo. Yo subí hasta allá a hablar. Les dije: “Ustedes son unos muertos de hambre. Buscando esos pesos cuando hay líderes políticos que están robando. Secuestremos a esa gente. Yo les ayudo y montamos un grupo bueno”. Estaban armados. Los frentié. A mí no me da miedo. Desde muchacho fui guerrero.
Teníamos un consenso familiar semanalmente. Mi papá nos reunía a todos y hacíamos un balance de lo que cada uno hubiera hecho, lo bueno y lo malo; lo que íbamos a hacer para mejorar. Leíamos algo, un poema: “Dos lánguidos camellos de elásticas cervices, / de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia, / los cuellos recogidos, hinchadas las narices, / a grandes pasos miden un arenal de Nubia”. Nos hacía decir lo que entendíamos. Nos enseñaba: “La sabiduría se come al dinero”, “Ustedes son cinco hermanos y tienen que estar unidos, si se separan desbaratan el abanico. Tienen que traer más gente al abanico para que sea más fuerte”, “Usted cogió eso del suelo. ¿A usted se le cayó? ¿Por qué lo cogió si no es suyo?”, “Usted se comió una banana y ¿por qué no la partió con sus hermanos?”, “No cometan el error del ser humano, no trabajen por dinero sino porque les gusta. Nadie quiere ser alquilado”. Nos dejaba lecturas, libros. Nos enseñó a estudiar.
Mi papá aconsejaba, pero también nos castigaba con correa, con cable, con lo primero que encontrara. A mí era el que más me pegaba porque le cogía la herramienta y la dejaba por ahí tirada. Él era muy ordenado y no lo soportaba: “No es por el alicate, es porque así van a ser cuando sean grandes”, le decía a mi madre. Yo bloqueaba la mente, como Jesucristo. Le decía: “No gaste la cuerda, papá, que a mí no me duele”. No me dolía porque no hay dolor más fuerte que el que se quiere sentir.
A los nueve años puse una venta de helados de aguadepanela en mi casa, en el barrio El Prado de Palmira. Toda mi vida le hice a lo que resultara: recogía estropajos, los lavaba, los secaba y los comerciaba; vendía papitas en la escuela y agua en el cementerio; volteaba guantes donde Matayano y hacía mandados; operaba máquinas industriales. Mantenía con plata y les prestaba con intereses a los inquilinos.
Crecí inquieto, con ganas de aprender: hice cursos para ser cocinero, bombero y defensa Civil. Empecé mis estudios de Tecnología en Sistemas, en el Centro Superior de Estudios Profesionales, pero dije: “No, a mí no me gusta esto; yo quiero ir a una universidad privada, donde están los mejores”. Me fui para la Santiago de Cali: “Posee sabiduría que vale más que el dinero”. Mi mujer me dijo: “¿Vas a hacer una carrera para manejar un taxi?”. “Un taxista profesional —le dije—, una carrera más”. Me gradué de Contador y tuve puestos buenos: contador, revisor fiscal, auditor, secretario, jefe de control interno, administrador, docente universitario.
A mis papás nunca los vimos alegar, ni pelear. Ellos se encerraban y hablaban. Se querían. Él se fue para Venezuela porque lo pillaron con una secretaria y prefirió renunciar antes que permitir que la echaran a ella. Allá vivió diez años e hizo otra familia. Claro que él venía a Palmira y era esposo de mi mamá. Yo cursaba el primero de bachillerato cuando él se fue; cuando volvió, ya estaba grande.
Somos tres hombres y dos mujeres. A mi hermana de Venezuela ni la conozco, ni la cuento. Soy el hermano del medio, el punto de equilibrio, para arriba y para abajo. Aunque nos desequilibraron cuando mataron al menor, al que me seguía a mí.
Él tenía como cuarenta y seis años cuando le hicieron el primer atentado en la oficina. Estaba en el escritorio. Un tipo entró y de una: pin, pin, pin, pin. Le metió un tiro por las costillas, que le salió al otro lado, y, pin, pin, le metió otros dos. Nadie sabe cómo no le tocó el corazón. Mi hermano tenía el revólver en el cajón. Lo sacó y disparó: pin, pin, pin. El sicario cayó al suelo con tres tiros en el cuerpo. Cuando el de la moto, disparando: pin, pin, pin, pin. Le pegó otro tiro. Mi hermano, desde el suelo, pin, pin, pin, le quemó el resto del proveedor. Salieron los otros y el de la moto se voló. Sangraba de una pierna. Mi hermano iba a rematar al pelado, ahí en el suelo, y, pa-pa-pa-pa, ya no tenía munición. Se metió la mano para sacar el proveedor de reserva, pero se le había caído. Ya él, pum, se desmayó. Tenía cuatro tiros en su cuerpo y estaba desangrándose. Le hicieron cirugías. Se salvó.

Otro día estaba saliendo de la oficina cuando el muchacho que cuidaba los carros dizque: “Pilas, Rubén”. Había dos tipos a cada lado. Se agarraron a bala: pin, pin, pin, pin. Los manes huyeron. La policía le dijo que ellos se encargaban y mataron a esa gente.
Un man, al que mi hermano había puesto a orinar por una bolsa y que estaba en la cárcel, se dedicó a tratar de matarlo. Era venganza personalizada. Ese tipo contrató a un sicario que nosotros conocíamos, el hijo de un amigo. Mi hermano estaba en el carro cuando llegó el pelado y pin, pin, le disparó. Él estaba con el chaleco y alcanzó a reaccionar, pero no pudo disparar porque el muchacho había cogido a una niñita de escudo. Ahí lo mató.
En el velorio, unos amigos me decían: “Panita, lo que sea; hágale, que yo me doy cuenta quién fue y mato a ese hijueputa”. “Yo sé quién es. Vamos a matarlo —les dije—. Este tiene una granada y unas armas en el carro. Vamos”. “No, hermano, pensá, pensá; es mejor cuando las cosas estén frías”. “No, a mí me gustan calienticas. ¿Entonces para qué hablan mierda?” La gente pensaba que yo iba a ir a matar esos manes y no.
La violencia siempre ha estado ahí, al lado. Me mataron a una tía y a mi cuñado se lo llevó la guerrilla. Pedían veinticinco millones de pesos para liberarlo. Yo subí hasta allá a hablar. Les dije: “Ustedes son unos muertos de hambre. Buscando esos pesos cuando hay líderes políticos que están robando. Secuestremos a esa gente. Yo les ayudo y montamos un grupo bueno”. Estaban armados. Los frentié. A mí no me da miedo. Desde muchacho fui guerrero.
Dejé todo tirado y arranqué. Llegué a Miami. Me fui para Fort Myers en bus. Era el 25 de diciembre del 2000. Me recibió un amigo. Ay, dios mío, que alegría. Me llevó para su casa, pasó la hija para la cama de ellos y me acostó en ese cuarto.
En mi barrio, el Prado, fui comandante de un montón de muchachos. Éramos unos pelados y andábamos armados, con cuchillos y con machetes. Unos vecinos decían que éramos ratas y marihuaneros; otros nos ponían las quejas: “Mi hija tiene un novio que la jode mucho y nos quebró las ventanas”. Íbamos por él: “Si te volvemos a ver por aquí, te amarramos a un poste y te quemamos”. A otro: “Usted le vuelve a pegar a su mujer y le damos una maderiada para que aprenda que al ser humano se respeta por el solo hecho de haber nacido”. Cuidábamos nuestro barrio: al que robaba, le quitábamos todo lo que traía encima y lo dejábamos veringo; vino por lana, salió trasquilado. Me amenazaban, que te voy a matar. “No, usted no mata a un muerto —les decía—. La que me tenía que matar, que fue mi mamá, no me mató. Desde que mi mamá abrió las piernas, yo quedé impuro y empecé a morir. Un día más o un día menos, no importa”.
Allá en esa montaña me mostraron varios carros de gente que habían secuestrado. Ninguno era el de mi cuñado. No estaba ahí. No lo encontrábamos y mi hermana desesperada. Yo me iba con mi sobrina para donde nos decían que había un muerto, para Pereira, para Armenia, para Cartago. A lo último, les dije que se estaban dañando la vida, que tenían que parar. Ellas me decían que querían seguir. Yo no quise. Ellas lo buscaron, por años. Nunca apareció.
Después me hicieron el atentado a mí. Yo estaba con mi papá en la casa cuando él gritó: “Cuidado, tiene un revólver”. Pin, pin, pin, me hicieron seis tiros. Yo sentí, chiiiimmmm, los corrientazos. Me pusieron dos adentro. Después, mataron al asesino. “Vaya al velorio”, me dijeron. Mi mamá me rogaba: “Mijo, eso es que de pronto lo van a matar”. “Si me dicen que vaya, yo voy; si me van a matar, que me maten”. Lo vi en el ataúd y le dije: “Bien muerto, so hijueputa”. Era un policía.
Creo que ese atentado fue por mi desempeño en la Secretaría de Tránsito de Palmira. Yo no transigía con la corrupción. Qué van mil millones en ese contrato. Nada. “Vaso limpio, agua limpia; plata gastada, plata sudada”, me enseñó mi papá.
Apliqué para el asilo. Me presenté a la entrevista. El gringo me preguntó que si hablaba o entendía inglés. Le dije que no. Me dijo que le contara porque creía que lo necesitaba. Le hablé del secuestro de mi cuñado, del asesinato de mi hermano, de la amenaza de la guerrilla, de atentado que me habían hecho…
Como no me ensuciaba, me gané muchos enemigos, mucha persecución. Me aventaron a la guerrilla y pusieron en duda hasta mi título. El alcalde se me vino encima en un consejo de gobierno: “Doctor Rodín, a mí me dijeron que su título es del parque Caicedo”. “Ja —me emputé—, usted no sabe con el sacrificio que yo hice mi universidad, cuántas veces mi culo se quería parar de ese puesto. Mejor póngase un vestido azul y unos zapatos tres cuartos, estilo sandalia, señor alcalde; el bochinche es para las mujeres”. Renuncié.
Yo tenía la visa para los Estados Unidos. La había sacado sin querer porque un amigo se había presentado a la embajada y ese gringo le había dicho que no tenía derecho a estar en su país. Me dio rabia y decidí ir a ver qué me decía. Apenas me dijera que no, le saltaba encima: “Vos tampoco tenés derecho, maricón; a mi pueblo se respeta”. Yo era así, regionalista. Estaba listo, cuando me llamaron y me dieron la visa. Salí puto. A los meses me disgusté con una mujer y me fui para Nueva York con quince mil dólares. Duré nueve días. No me gustó esa primera vez.
De todas maneras, los problemas y la bebedera estaban muy verracos. Decidí venirme, pero ya a vivir. Le dije a mi mamá “Me voy. Usted prefiere un hijo lejos que enfermo o muerto”. Dejé todo tirado y arranqué. Llegué a Miami. Me fui para Fort Myers en bus. Era el 25 de diciembre del 2000. Me recibió un amigo. Ay, dios mío, que alegría. Me llevó para su casa, pasó la hija para la cama de ellos y me acostó en ese cuarto. Me levanté a las cinco de la mañana y cogí un bus. Hice varios recorridos. Iba apuntando en un cuadernito todo lo que veía. Me hacían bajar y yo me subía de nuevo. Llegué a las once de la noche a la casa y ya conocía mucho.

Foto: eldiariony.com
Al otro día comencé. Me tocaba cortar unos árboles grandísimos. Me daban diez, veinte pesos por el día. Me conseguí una bicicleta, un tesoro. Después me contrataron como chef en un restaurante. Mi mamá me había enseñado a cocinar. Yo era capaz de pegarle doce botones a un huevo. Me cogí confianza en esa cocina y, como bebía mucho, llegaba tarde a hacer el almuerzo. Claro que dejaba todo listo el día anterior. Ese restaurante se comenzó a llenar porque yo cocinaba de todo.
Me independicé. Hice mi propia compañía. Me nombré presidente. Ganaba muy bien y compré mi casa. Yo mismo la reparé. La gente de por ahí empezó a decir que yo era un vendedor de drogas porque yo compraba duro y ellos poquito. Entonces se llenaron de envidia y empezaron a atacarme y a montármela.
Luego, una amiga me consiguió en limpieza. Yo salía del restaurante a las ocho de la noche, guardaba el delantal y hasta las tres y cuatro de la mañana. A las ocho me iba a estudiar inglés. Hay cincuenta y dos clases de inglés; el mío es el cincuenta y tres. Con ese me defiendo. A las diez me iba para el restaurante y a las seis de la tarde para la limpieza. Dormía poco, dos o tres horitas. No necesitaba más. Hacía lo que saliera. Fui handyman, lavador de autos, pintor, mecánico de carros. Lo que me pusieran lo hacía. Tenía cuatro trabajos, veinte horas diarias, durante años. Ocupaba mi tiempo para que se me pasara ligero.
La soledad me daba muy duro. Es que acá la vida es verraca. Yo gastaba lo mínimo. Compraba en el Dólar: carne, huesos de marrano y de vaca, recorte de jamones, arroz y aceite. Todo a un peso. Ponía a cocinar los huesos y les sacaba la sustancia. Hacía mi sopa y el arroz. Comía dos semanas con veinte pesos. Guarde y guarde plata. Junté treinta mil dólares.
Apliqué para el asilo. Me presenté a la entrevista. El gringo me preguntó que si hablaba o entendía inglés. Le dije que no. Me dijo que le contara porque creía que lo necesitaba. Le hablé del secuestro de mi cuñado, del asesinato de mi hermano, de la amenaza de la guerrilla, de atentado que me habían hecho; le comenté dónde había estado: en Socorro, Cimitarra, Lebrija, Girón, Puerto Inírida; le nombré los frentes que operaban allá. Sacó un mapa. Todo lo que yo le había dicho lo tenía apuntado: los puntos de la guerrilla. Me dieron el asilo de una.
Un mexicano me regaló un Ford Focus que tenía botado. “Si lo puede hacer andar, Colombia, es suyo”. Le cambié el motor de arranque y funcionó. Comencé a trabajar en la construcción con Guatemala. Me pusieron a recoger papeles y basura. Aprendí a hacer las yardas y compré maquinaria para irme por mi cuenta los fines de semana. El hermano de una boricua con la que estaba viviendo me vendió la camioneta para pagársela por cuotas. Le enganché una trailita y ahí acomodé la herramienta. Metía tarjetas en los buzones, aunque era prohibido. Me llamaban: “¿Cuánto me va a cobrar?”. “Yo le trabajo y usted me paga lo que usted crea que vale. Si le gusta, lo dejo a su conciencia. Si le parece que un dólar, se lo recibo”. Así hice mis clientes. Tuve más de doscientos patios.
Después me pasé a la empresa de construcción de Gerardo, un nicaragüense. Ayudaba en la oficina, con las cuentas. Al tiempo me encargó de todo el papeleo. Fuimos cogiendo los pisos, los cimientos, los techos; hacíamos hasta las vigas. Todo. Manejábamos más de un millón de dólares cada quince días. Gerardo era vicioso a la heroína y era cleptómano. Robaba carros sin necesidad. Un día viajó con documentos falsos. Lo detuvieron en el aeropuerto y lo repatriaron. La esposa continuó aquí con el negocio. Yo manejaba trabajadores de todos los países del mundo, pero esa señora molestaba mucho y me retiré.
El camión era mi casa: cama, cocina, microonda, nevera. En la parte trasera, le tenía una cortina y me bañaba. Viví como un nómada durante meses. Ahí comía, dormía, viajaba. Hacía todo, menos las relaciones sexuales. No lo iba a ensuciar. No lo iba a salar con un sexo sucio, impuro, sin amor. No se acuesta uno con las mujeres que no sean su esposa en la casa o en la oficina, menos en el camión.
Me fui con Julio. Él me daba cinco casas para mí. Yo enviaba a la gente y me venían con el cuento de que ya había otras personas allá. Casanova se me adelantaba, me quitaba los contratos. Un día, me dijo la secretaria que había cometido un error, que había facturado unas casas de esas y se las habían pagado. El sistema no se las reflejaba a ellos porque no se las habían asignado. Nos aparecían a nosotros. Ellos no podían facturar; nosotros, sí. Le dije a la secretaria: “Factúrelas todas”. Nos pagaban lo que no habíamos hecho. Hicimos montañas de plata. Ellos quebraron.
Me independicé. Hice mi propia compañía. Me nombré presidente. Ganaba muy bien y compré mi casa. Yo mismo la reparé. La gente de por ahí empezó a decir que yo era un vendedor de drogas porque yo compraba duro y ellos poquito. Entonces se llenaron de envidia y empezaron a atacarme y a montármela. Me llevaban a la corte por todo, por los perros, por el gallo, por los hijos de mis amigos, por los carros que tenía. Llamaban la policía y eso era queja tras queja. Un día me les enfrenté con una lámina de amarrar techos, pero eran como doce, con bates y varillas. Al final, salí corriendo. Me llevaron a juicio y me iban a dar treinta y seis años de cárcel por intento de homicidio múltiple contra cuatro personas. El abogado negoció seis meses en libertad provisional.

La condena fue en enero del 2008. Ese año fue la crisis económica y de la vivienda. Perdí quinientos mil dólares. Con tanto problema, yo pensaba: “Si me va mal, algo malo estoy pagando; si dios me mandó esto es porque me lo merecía; estoy pagando intereses para no pagar las deudas de la vida”. Y dije: “¿Para qué nadar tanto, si me voy a ahogar en la orilla? No hay afán de meterme a la mitad del mar”. Dejé todo tirado y me vine para New Jersey a comenzar otra vez de cero.
Negocié un carrito con un amigo: “Yo no tengo plata, pero ya te pagué en la mente. Sacás la plata de la mente y la ponés en la cuenta. Lo importante es que ya tenés la plata”. Me dijo que fuera por el carro, pero yo no tenía para registrarlo. “Prestame para el registro y lo sumás a lo que ya te debo. Le abrís un campito a los novecientos del carro y yo te lo pago con el primer sueldo”. Me puse a camellar duro.
Tengo ocho hijos de siete mujeres, aunque tres de ellos no saben que soy su papá porque ellas estaban casadas cuando los hicimos. A los esposos se los metieron. La mujer que me dio los dos primeros me sacó de ser bandido. Con ella viví como diecisiete años.
En el 2014 le compré el camión a un uruguayo. Es un Freightliner clásico, modelo 2006, caja de 13 velocidades y motor Detroit, 6 de 60. Me pidió veintiséis mil pesos. Le ofrecí quince que tenía y le dije: “Los otros once, guárdelos en la mente que yo se los pago. Yo no robo pobres, hermano”. Le caí bien y me lo vendió. Le di trece mil porque necesitaba dos mil para el registro.
Comencé con el primo de un amigo. Él me conseguía los contratos y se quedaba con las ganancias. Yo trabajaba para que él comiera, pero estaba aprendiendo. Aprendí y ya busqué mis propias cargas. Camelle y camelle. Entregaba matas en Walmart. Iba para toda parte. Hacía seis mil en la semana.
Hubo un tiempo que viajaba para Florida, para Pensilvania, para otros estados. Era como en la serie B.J. McKay. El camión era mi casa: cama, cocina, microonda, nevera. En la parte trasera, le tenía una cortina y me bañaba. Viví como un nómada durante meses. Ahí comía, dormía, viajaba. Hacía todo, menos las relaciones sexuales. No lo iba a ensuciar. No lo iba a salar con un sexo sucio, impuro, sin amor. No se acuesta uno con las mujeres que no sean su esposa en la casa o en la oficina, menos en el camión.
Con el sexo la energía se adquiere. Yo soy burdelero y si me he acostado con prostitutas cinco veces ha sido mucho. Yo voy a hablar con ellas, las charlo, me hago su amigo. Ellas me dicen que me les parezco al papá, que soy un consejero. Una me encerró y me tocó tirarme por un segundo piso.
A mí me gusta es tener novia o esposa. He tenido muchas. No me gusta sufrir ni gastar tiempo. Al pan, pan y al vino, vino. En Colombia viví con María del Carmen, Liliana, Margarita, Mónica, Adriana, Socorro, Claudia, María Eugenia, Evelyn, Jacqueline, Katherine, Merly, Diana; en Estado Unidos, con Joan, Claudia, Isabel y Mónica, que es con quien estoy desde hace como catorce meses. Esas son de las que me acuerdo.
Yo nunca he salido de mi país. Usted puede sacar el animal de la selva, pero nunca puede sacar la selva del animal. Jesucristo hablaba con parábolas que solamente los inteligentes entienden. No estoy aquí, en este barrio colombiano de New Jersey. Nunca he estado en Estados Unidos. Yo estoy en Palmira. Lo único que está aquí es mi cuerpo, pero mi cuerpo lo monto en un avión y lo mando a que se reúna con mi mente.
Tengo ocho hijos de siete mujeres, aunque tres de ellos no saben que soy su papá porque ellas estaban casadas cuando los hicimos. A los esposos se los metieron. La mujer que me dio los dos primeros me sacó de ser bandido. Con ella viví como diecisiete años.
El Freightliner me dio para comprar su hermano, un Volvo rojo, caja 13 Eaton, tres ejes. Un camión grande también, con camarote y todo. Lo tengo ahí por si de pronto: plan A, plan B; se me daña uno, cojo el otro. La gente me dice que lo alquile, pero para qué voy a conseguir más plata si voy a perder lo que me gusta. Salgo a pasear en mis camiones y me pagan por eso. No necesito más.
Colombia es un paraíso. Hay de todo, pero la gente es muy idiota, son bobos, son unos hijueputas. Están acabando con un pulmón mundial, la selva amazónica; en la Guajira, en Putumayo, en Tumaco destruyeron los manglares, los mejores ríos. El ser humano es el único ser animal que es irracional. No es el león, no son los peces, no es el tigre, no es el elefante; es el ser humano, el animal más peligroso para el mundo. Carlos Lehder, metámosle quinientos hombres bomba a Colombia y matemos toda la maldad. Hay mucha gente estorbando.
Yo nunca he salido de mi país. Usted puede sacar el animal de la selva, pero nunca puede sacar la selva del animal. Jesucristo hablaba con parábolas que solamente los inteligentes entienden. No estoy aquí, en este barrio colombiano de New Jersey. Nunca he estado en Estados Unidos. Yo estoy en Palmira. Lo único que está aquí es mi cuerpo, pero mi cuerpo lo monto en un avión y lo mando a que se reúna con mi mente.
Mi cuerpo se devuelve y yo me gozo mi gente, mi barrio, mis vecinos. Todavía tenemos en el Prado la casa paterna. Conservo mi cuarto y voy cada que Jesucristo me dice que vaya. Soy primo de Jesucristo y estoy esperando su orden para volver y marcar la historia de Colombia, a mi manera. Ya está aliñada la tierra. Ya se murió mi mamá que era lo que más quería y lo que más me preocupaba. De ahí para allá, me importa un culo el resto del mundo.
(Rodín, Elizabeth, New Jersey, agosto 7 de 2021)