Crónica

Responso a Gerardo Rivera. A Bernardo Gómez, a la Corte Real del Norte

Por: Edgard Collazos Córdoba  

Gerardo Rivera (1942 – 2023), poeta colombiano.
Foto: Tomada de Facebook.

Cincuenta años no fueron suficientes para que nos fatigara su impredecible humor, necesitábamos otro medio siglo para lograr descifrar de dónde provenían sus dones, esa riqueza del lenguaje que usaba cotidianamente cuando nos reuníamos para escucharlo y para que sometiera todos los temas de la vida a la relación oportuna de sus ideas y sus palabras, a ese humor poco compasivo que añadía a su elocuencia.   

Creo que los primeros en conocerlo fueron Bernardo Gómez y Jorge Hernán García, en los primeros años setenta del siglo pasado, cuando hacían por la Avenida sexta sus acostumbradas rondas nocturnas a la caza de los pecados capitales. Recuerdo, sin temor a equivocarme, que al otro día no dejaban de hablarnos del curioso personaje que habían conocido, y a partir de ese momento también lo conocimos quienes fuimos por casi medio siglo sus inseparables amigos. 

En nuestra temprana juventud, ninguno de nosotros conocía a alguien así. Empezó a sorprendernos cuando narraba sus viajes por Europa, tenía el don de transportar cualquier suceso de la vida a un escenario fantástico, a un mundo no exento de alegorías y comparaciones. En todos estos años, varias veces me narró cómo una noche conoció a William Ospina, quien sería una de las personas a quién más amó y admiró hasta el último minuto de su existencia. Me contaba que un día, ya caída la tarde, sin saber cómo, llegó a la sala de un apartamento, a un ámbito alumbrado por innumerables velas, un santuario misterioso donde una docena de adolescentes estaban sentados en el piso en torno a un joven poeta que declamaba el “Kubla Khan”, el alucinado poema de Samuel Taylor Coleridge. Todos sabemos que ese poema narra la visión de un sueño, pero la versión de Gerardo, tanto del poema como del suceso del encuentro con William, o del joven poeta que declamaba, era su fantasía dentro del sueño de Coleridge. Vale decir que era superior.

Sé que no existen conceptos para describir el personaje único que fue Gerardo Rivera y que lo más conveniente es contar su transitada labor por el mundo. Como cierta vez que fue a visitarme a la Isla de Providencia, donde yo vivía, y donde inicialmente se fascinó con el nombre de los barrios: Lazy Hill, Smooth Water Bay, Botton House, Fresh Water Bay; pero, no bien acababa de fascinarse con los nombres, decidió que los lugares merecían ser nombrados de otra manera, “…tal vez más cósmica, ¿no te parece? O como si fueran lugares de una novela de Stevenson”, me dijo, e inmediatamente se dio a la tarea de rebautizar cada rincón de la isla, incluso a un tierno y bello adolescente afro, a quien bautizó con el nombre de My Black Cotton, (Mi Algodón Negro). 

El día memorable cuando Bernardo y Jorge Hernán lo conocieron, él había llegado sorpresivamente en un vuelo Paris – Bogotá. El vuelo, por algún problema técnico, hizo escala obligada en Cali y a él lo alojaron en un hotel del norte, muy cerca del apartamento donde murió Andrés Caicedo, con la promesa de recogerlo cuando arreglaran la avería del avión. En el momento del encuentro había salido en busca de algo para comer: “Cuando puse el pie en la calle, sentí la brisa, el olor de las acacias, los farallones azules, la ciudad rebosante de aroma juvenil, el espíritu de los inmortales años sesenta y quedé hechizado; y supe, queridin, que Cali era mi lugar en el mundo”. Días después me confesó que nunca antes había venido a Cali por temor a encontrase con una Melgar grande, saturada de cantinas con vitrolas, tangos y bambucos, y mujeres de mala vida.

En nuestra temprana juventud, ninguno de nosotros conocía a alguien así. Empezó a sorprendernos cuando narraba sus viajes por Europa, tenía el don de transportar cualquier suceso de la vida a un escenario fantástico, a un mundo no exento de alegorías y comparaciones.

Dos días después el avión siguió su ruta, y Gerry, como empezamos a llamarlo, se estacionó en Cali. Lo contrataron como creativo en la que era la mejor agencia en ese momento y, como escribió William Ospina, llegó a ser una leyenda en mundo de la publicidad. No miento si digo que de él aprendimos ese oficio con el que, por muchos años, nos defendimos de las inclemencias de la economía.

 A partir de ese momento, todos los días después de la caída de la tarde empezamos a congregarnos en el café Los Turcos, o en las mesas del Sandwich Cubano ubicado en la Avenida sexta, en torno a su palabra, a su sabiduría, a reírnos motivados por ese humor irreverente que nunca más volveremos a disfrutar en los años que nos quedan de vida. No exagero si digo que con el tiempo se fue convirtiendo en un mito, sus frases divertidas e implacables empezaron a viajar por la ciudad de mesa en mesa, de boca en boca, y me atrevo a decirlo, empezamos a aprender de él, porque para ser su amigo, era preciso compartir la inteligencia de ese humor, de sus ocurrencias.

Por esos mismos días conoció a Charlie Pineda, quien junto a Andrés Caicedo habían creado la que sería una de las fantasías más felices de Cali: la irreverente Corte del Norte, donde Charlie era el Rey y Andrés el Príncipe de Caitela (Caicedo Stela). Bastó que el Rey Charlie lo conociera, para que lo designara el Gran Cardenal, el insustituible canciller de la Corte Real del Norte, oficio que empezó a ejercer “con aire senatorial, mis títulos y dignidades”, como él decía, que le duró por más de cuarenta años y que le permitió entrar en el divertido juego e ir creándose como un cardenal renacentista, tramador, traicionero, oportunista y el hombre que impuso dentro de la Corte de orientación inglesa bajo la egida del rock y la poesía de Rimbaud y Mallarme, sus poetas preferidos. 

Parte de los integrantes de la Corte del Norte, entre ellos, de izquierda a derecha, el escritor Edgard Collazos Córdoba (primero) y el poeta Gerardo Rivera (cuarto).
Foto: Tomada del Facebook de Edgard Collazos Córdoba.

Pero si le embriagaba la poesía de los dos franceses, hasta el último momento de su vida fue fiel a dos latinoamericanos: a León de Greiff y a César Vallejo. Del primero ambicionaba la música y el divertido lenguaje; de Vallejo, el misterio y el dolor. Los demás poetas, al igual que nosotros, nunca estuvieron exentos de sus dardos, o como él decía: “mis venablos sangrantes”. Después de haber leído y admirado por años la poesía de Emily Dickinson, repentinamente se apartó de su influencia porque consideraba que era la Julio Flores del Missispi. “Una poesía necrófila, ¿no crees?”, a lo que respondí: “¡Malagradecido!”. Pero ese no fue óbice para que no siguiera denigrando, pues el mismo destino corrió su inspirador Wallace Stevens, a quien tanto había admirado y a quién tanto le debía. Un día cayó en desgracia y me dijo que le parecía un tilín tilín y nada de paletas.

 Pero si algún escritor fue el destino de sus puyas y dardos venenosos, fue Jorge Luis Borges, el hombre del bastón (así le apodaba); denostaba, según él,  de sus inverosímiles cuentos de cuchilleros: “Un señor de corbata que nunca conoció el lunfardo, que hablaba de cuchillos y se asustaba con la cucharita de endulzar el café”, decía tan campante. Luego de esa herejía, como si hubiera recibido una punzada en las sienes, me decía casi al oído: “No le diga a William que yo dije eso”. Por mi parte, para vengarme de la ofensa proferida contra Borges, un día le declamé “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”; lo escuchó fascinado, me lo hizo repetir y se desbordó en elogios. Luego me preguntó: “¿De quién es?”. Lo miré y le disparé el dardo emponzoñado que le tenía guardado: “De Borges”. Me miró, torció los ojos y solo atinó a decir: “¡Ay, que ira!”.

Pero si le embriagaba la poesía de los dos franceses, hasta el último momento de su vida fue fiel a dos latinoamericanos: a León de Greiff y a César Vallejo. Del primero ambicionaba la música y el divertido lenguaje; de Vallejo, el misterio y el dolor. Los demás poetas, al igual que nosotros, nunca estuvieron exentos de sus dardos, o como él decía: “mis venablos sangrantes”.

Pero si algún poeta fue víctima de sus dardos fue él mismo, Gerardo Rivera. Cierta vez llegó a mi casa y me dijo: “Ay, queridin, vengo tan desilusionado. Ayer estuve leyendo mis poemas y tengo que decirte que parezco una poetisa de Armero”. Algo que era totalmente falso. Sabía que era una voz irrepetible y única en la poesía colombiana.

Es verdad que fue admirador incorruptible de García Márquez y Fernando Vallejo, y eso probaba que, tanto en la literatura como en la vida, necesitaba del verdadero amor, como el que sintió por Olguita Córdoba, Bernardo Gómez, Jorge Hernán García y William Ospina, sus preferidos. Los últimos años de su vida fue inseparable de Pepe Zuleta, quien le brindó su amistad poética y solidaridad en la dimensión de la soledad que vivía y le ayudó a soportar las borrascas de la vida, y con quien compartió el humor que destilaba mientras Pepe cocinaba. 

Un día descubrí que tenía un don que ninguno de nosotros le conocía: el don del silbo. Descubrí con asombro que podía silbar como una flauta, juro que le escuché interpretar con ese afinado instrumento que tenía entre los labios sonatas enteras de Bach y de Mozart. Ese don lo compartía con mi madre, quien tenía una colección de canarios y silbaba como ellos; pues bien, Gerry tenía un canarito al que llamaba Emilio en recuerdo de un amigo que había tenido y con Emilio bajaba desde la montaña donde vivía, a que pasara mañanas enteras con los canarios de mi madre mientras ellos silbaban hasta la hora del almuerzo. 

Por años sospeché que detrás de esos ojos habitualmente serenos había un universo de miles de ideas, y que por su torrente sanguíneo no circulaba sangre sino palabras; no otra respuesta encontraba para explicar su preciso repentismo, y que quizás él era el testimonio de que los discursos son del lenguaje y no del ser. Una noche, antes de “cruzar el puente que todos hemos de cruzar un día”, me abrazó y me dijo: “Chao, queridín”, y le alcancé a escuchar que nos amaba, él me vio llorar, como lo venía haciendo  hacía dos años, desde cuando se enfermó y cayó postrado, y desde cuando fue perdiendo poco a poco la facultad del diálogo, y yo sentí que el fin se acercaba, que cuando le dejara de circular la palabra por el torrente poético, ya viajaría al cielo de los poetas, a ese Olimpo donde debe estar, al lado de De Greiff, de Porfirio y de César Vallejo.

De izquierda a derecha: el escritor William Ospina, el poeta Gerardo Rivera y el escritor Edgard Collazos Córdoba, en el lanzamiento del libro El lugar de la espera, de Gerardo Rivera, en octubre de 2010.
Foto: María Isabel Casas. Tomada de NTC.

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