Crónica

Los guerreros: crónica de una tragedia cotidiana

El 30 de enero pasado se cumplieron tres años de un doble asesinato infame. Aunque todos los crímenes lo son, este lo es especialmente por las circunstancias en que sucedió. Conocer su historia nos sirve para entender las dinámicas de poder con las que funcionan los territorios, y también para soñar con ese cambio que todos esperamos.

Por: Jessica Hurtado Carvajal
Estudiante de Licenciatura en Literatura, Univalle

Jonathan Borja, de 35 años, e Iván Darío Fuquene, de 59 años, ex candidatos a la Alcaldía y al Concejo de Palmira (Valle), respectivamente, asesinados el 30 de enero de 2020.
Foto: noticias.caracoltv.com/

El 30 de enero de 2020, exactamente un mes antes de que el mundo cambiara para todos, la vida de dos familias de Candelaria (Valle) cambió para siempre. Ese día, muy temprano en la mañana, Jonathan Borja, ex candidato a la Alcaldía de Candelaria por el partido Colombia Humana e Iván Giraldo Fúquene, ex candidato al Concejo del mismo municipio, se encontraron en el parque y desde allí emprendieron camino hacia Cali. Una vez en la ciudad fueron directamente a la Fiscalía, donde radicaron una más de las muchas denuncias que habían interpuesto en contra de los gobernantes que por años habían desangrado al pueblo.

«Mi hermano Iván era un niño, “el niño de la casa”, solía decir mamá, sin recordar que superaba ya los sesenta años. Él era el que la cuidaba, le hablaba, la acompañaba al médico y hacía los arreglos de la casa. Ya fuera que los gatos corrieran una teja y se formara una gotera; que el árbol de ébano del ante jardín necesitara una poda o hasta pequeños daños eléctricos, los arreglaba mi hermano», cuenta Carlos, mientras nos tomamos una copa de ron y escuchamos “El guerrero”, de Yuri Buenaventura, esa canción que se lo recuerda más que ninguna otra. 

«Era de los pocos que aún esperaba la acción de la justicia y cumplía con su palabra, por eso te digo que era como un niño. Hay que ser muy inocente para creer en los demás. Cuando tenía dos años le dio meningitis. Según mi mamá, el médico lo desahució y la dejó llevárselo para la casa creyendo que no pasaría de esa noche. Ella lo acompañó esas horas, intercalando rezos a la virgen María con pañitos de agua tibia para bajarle la fiebre. Solo así se salvó. De la enfermedad solo le quedó la costumbre de quedarse dormido en los sitios más inapropiados y la incapacidad para desconfiar de los demás. Eso terminó condenándolo». 

Servimos otra copa de ron sin hielo, como lo tomamos siempre, mientras Carlos entona las palabras de Silvio Rodríguez: «Qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido». 

Volviendo al día en que los mataron, los dos amigos salieron de la Fiscalía y tomaron la recta Cali-Palmira; aunque hubiera un peaje, porque en ese momento estaba y sigue estando en construcción un nuevo puente de Juanchito y la doble calzada que, en un futuro lejano, permitirá ir a Candelaria de forma directa. Según el reporte de la compañía telefónica, minutos antes de tomar el desvío, Jonathan recibió la llamada de un contratista de Candelaria con el que tenía cierta amistad. Después de una breve conversación, colgó y le indicó a Iván, quien conducía el vehículo, que siguiera derecho hasta Palmira. 

Nosotros nunca creímos que las amenazas fueran reales, porque ¿quién iba a querer hacerle daño a una persona que no se metía con nadie? Es cierto que le gustaba hacer sus videos denunciando los actos de corrupción en el pueblo, que por lo demás abundan, y luego subirlos a las redes sociales.

Cualquiera pensaría que, después de recibir múltiples amenazas, los dos hombres debían movilizarse en una camioneta de la Unidad Nacional de Protección (UNP) con sendos escoltas armados, pero nada de eso. Una semana antes les retiraron el esquema de protección; sólo les dejaron un botón de pánico instalado bajo la cajuela del Kia Picanto azul, propiedad de Jonathan. Iván, por su parte, llevaba puesto un chaleco antibalas que conservaba de la época cuando trabajó de escolta. 

Al llegar a Palmira se detuvieron en el lugar conocido como la Y, en donde se subió el contratista, quien los condujo a través de varios barrios, cada vez más deprimidos, para encontrarse con alguien que les daría pruebas concretas de un acto de corrupción. Se trataba de la cancha de Buchitolo, un proyecto que, según las actas, ya había sido entregado al municipio con las instalaciones terminadas, baño y gradería incluidas. Lo cierto es que en el lugar no había ni hay un solo ladrillo puesto; el césped no es más que el que las vacas de fincas vecinas rumian y de baños ni hablar, porque el corregimiento no cuenta con alcantarillado. Así lo pude comprobar cuando, hace dos años, estuvimos en una velatón en ese lugar, conmemorando el primer aniversario de los asesinatos. 

«Nosotros nunca creímos que las amenazas fueran reales, porque ¿quién iba a querer hacerle daño a una persona que no se metía con nadie? Es cierto que le gustaba hacer sus videos denunciando los actos de corrupción en el pueblo, que por lo demás abundan, y luego subirlos a las redes sociales. También es verdad que más de una vez le dijimos que dejara de molestar tanto con los dichosos videos porque lo iban a salir matando, pero nunca lo creímos en serio».

«Tampoco nos hubiera hecho caso, porque para él, ese era un acto de honor. Denunciar ante el mundo, aunque el mundo fueran sus 2850 amigos de Facebook, cada robo al presupuesto del municipio, era casi una obligación. Denunció, por ejemplo, que cada candidato a la Alcaldía ha prometido construir el hospital, y aunque existe el terreno y se hayan destinado varias veces los recursos, siempre desaparece el dinero. También denunció que todos han prometido garantizar el suministro de agua potable hasta la cabecera municipal y todavía la cortan todas las tardes, de 2 a 5, sin excepción. Le encantaba jugar a ser el periodista soy yo, aunque a muchos no les hacía tanta gracia».

Velorio de Jonathan e Iván Darío.
Foto: Jessica Hurtado Carvajal.

«Para él, lo más importante fue siempre cumplir con su deber. Cuando éramos niños, mis hermanos y yo nos escapábamos de la casa después de haber hecho alguna travesura. Corríamos por los cañaduzales del ingenio en el que nos criamos, donde mi papá trabajó hasta pensionarse. Vivíamos en una casa fiscal, lo cual ayudaba a la economía doméstica, pero era un dolor de cabeza porque cada travesura nuestra significaba una carta con la amenaza de ser expulsados. El viejo se ponía las manos en la cabeza y se preguntaba qué iba a hacer con tantos hijos si lo echaban de su hogar».

«Cuando mi mamá descubría que le habíamos desobedecido, mandaba a Iván a buscarnos. Este salía de la casa con Azabache, el perro de la familia, quien oteaba el aire con la nariz en busca de un olor conocido. Siempre terminaba por encontrarnos, y aunque nosotros éramos más rápidos que Iván, no podíamos escapar del perro. Entonces mi hermano lo azuzaba: “¡Muérdalos!”, decía. Me parece estar escuchándolo. Hasta que el perro nos mordía los talones, no para hacernos daño, sino para hacernos caer. Ahí era cuando Iván aprovechaba que era más grande y fuerte para zurrarnos. A nosotros nos daba mucha rabia, por eso esperábamos a que se durmiera para atacarlo entre todos, dándole puños en los brazos para que no pudiera defenderse. Ahora entiendo que no lo hacía por maldad, sino para obedecer a mamá». 

Carlos cuenta estas escenas con lágrimas en los ojos, sin intentar ocultarlas como harían la mayoría de hombres, porque no le avergüenza llorar por su hermano, y apurando otro vaso de ron. Le duele que no esté, pero sobre todo, le duele que se haya hecho tan poco para castigar a los culpables, aun cuando todos los conocen. Los únicos a quienes perjudicaban las denuncias de Iván y Jonathan eran a los dueños del poder y el dinero en la región. 

Ese día, en Palmira, antes de llegar al lugar de la cita, el contratista se bajó del vehículo y, en el semáforo siguiente, se subieron dos hombres por la parte de atrás. Buscando un sitio para detener el carro y ver las supuestas pruebas, seguramente Iván no se dio cuenta del disparo que le atravesó el oído derecho y le dejó la cabeza apoyada en el volante, como si estuviera durmiendo una siesta, pero con los ojos abiertos y un hilo de sangre manchándole la camisa. Puedo suponer que Jonathan forcejeó con uno de los hombres desde la silla de adelante, pero no estaba armado ni sabía pelear, y el tiro lo encontró de frente. Luego, según puede comprobarse en el video de una cámara de tránsito, los dos hombres se bajaron y corrieron hasta desaparecer del ángulo de visión. Poco rato después apareció en la escena un hombre alto para recoger los casquillos de las balas que seguían en el suelo. No se tomó la molestia de cerrar los ojos de los cuerpos.

«Los mataron un jueves a las 6:50 de la tarde. Yo hubiera querido enterrarlos el sábado, pero había que esperar a los padres de Jonathan, que viven en España, y porque los compañeros de partido quisieron brindarles un homenaje. Ese domingo, el más caluroso que puedo recordar en años, escuchamos de pie la misa oficiada por el obispo de Cali, quien personalmente dedicó unas palabras a los dos líderes asesinados. Uno a uno se acercaron a mi madre, que por entonces tenía 86 años, la familia venida de otras ciudades; los senadores que nos acompañaron, entre ellos el actual presidente de la República; así como los hombres y mujeres de la Minga indígena que llegaron en una chiva y la invitaron a pasar unos días en el resguardo del Cauca. Le prometí que la llevaría y le estoy debiendo el viaje».

Carlos cuenta estas escenas con lágrimas en los ojos, sin intentar ocultarlas como harían la mayoría de hombres, porque no le avergüenza llorar por su hermano, y apurando otro vaso de ron. Le duele que no esté, pero sobre todo, le duele que se haya hecho tan poco para castigar a los culpables, aun cuando todos los conocen.

«Algunos dijimos pocas palabras en el altar o denunciamos ante la cámara de televisión. Muchos prometieron que el crimen no quedaría impune. Hasta ahora, solo un hombre está en prisión, pero sabemos que el verdadero culpable, el que dio la orden, sigue libre. Todos en el pueblo saben quién es y unos cuantos hasta se atreven a defenderlo. En medio de la misa, una muchacha que no paraba de llorar se desmayó. Era la novia de Jonathan, embarazada de pocos meses. En ese mismo momento, mientras salíamos para el cementerio, ellos dos debían estar tomando el avión que los llevaría a España, donde Jonathan abandonaría la política para estudiar otro master y esperarían juntos al bebé que no alcanzó a conocer».

«Afuera de la iglesia estaba el carro fúnebre que debía llevar los ataúdes durante los casi dos kilómetros que nos separaban del cementerio. No quisimos. Tres de mis hermanos y yo tomamos el ataúd de Iván y, haciendo pequeñas pausas, lo llevamos al hombro. Igual hicieron el papá y los amigos de Jonathan». 

Carlos no puede hablar más. Tal vez ya no le queda nada que decir o el ron hizo efecto y prefiere irse a dormir. Yo voy a tomar una copa más, mientras miro las fotos del álbum familiar. En una de ellas se ve una casa de ladrillo en medio de los cañaduzales; un hombre en overol de trabajo; una mujer que mira a la cámara con los ojos muy abiertos; un montón de chiquillos de diferentes edades y uno más grande, con el perro Azabache a los pies.

Homenaje póstumo a Jonathan e Iván.
Foto: Jessica Hurtado Carvajal.

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