Jorge Luis Borges aquí y ahora: oda al escritor eterno
Un 24 de agosto de 1899 nació el que hasta hoy sigue siendo el más grande escritor argentino. Políglota, cuentista por elección, lector por convicción, amigo de la libertad de los individuos y enemigo acérrimo de los nacionalismos; idólatra de Spencer y Schopenhauer, admirador de Shakespeare, Kipling, Cervantes y los clásicos nórdicos. Así era el autor de Fervor de Buenos Aires; un hombre para quien la vida encontró sentido en las bibliotecas y las enciclopedias, en las biografías fantásticas y en los cuentos policiales. Sean estas líneas un sentido homenaje que La Palabra tributa al bardo que, celebra este mes, el 123 aniversario de su nacimiento.
Por: Alejandro Alzate

Foto: culturaeko.com
Escribir sobre autores consagrados no siempre resulta sencillo. De hecho representa, en no pocas ocasiones, un doble problema. El primero de ellos tiene que ver con la reiteración de lugares comunes que nada aportan en tanto novedad bio-bibliográfica. Lo segundo tiene que ver con la omisión de sucesos que pueden ser relevantes, ora para lectores, ora para académicos. La intención de quien estas líneas escribe no es otra que escapar de ambos escollos metodológicos. Sobre todo del primero, desde luego.
Para intentar llevar a cabo dicha empresa, Borges será abordado a partir de un texto fundamental, es decir, a partir de un poemario de sus años de juventud: Fervor de Buenos Aires. La razón, arbitraria siempre, estriba en que esta obra, publicada en 1923, contiene, según palabras del mismo autor, todo lo que haría después. Ella prefigura el conjunto de temas que le representarían intereses y nostalgias al escritor durante su vida. Quizás, sin más, sea ese el criterio para revisitar este texto, para indagar en ese primer contacto con el público que repensó, en el más afortunado de los casos, las calles y los espacios metropolitanos, las esquinas y lo propio que siempre estuvo ahí sin ser visto, sin ser considerado como el escenario en el cual se llevaba a cabo la vida cotidiana; la vida de los refinados escritores del grupo de Florida y la de los compadritos y desastrados.
El poemario abre con “Las calles” y cierra con“Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922”. El primer texto insta a la reflexión sobre el carácter íntimo y urbano de Buenos Aires, ciudad que se debatía -y se debate hoy- entre el ajetreo y la invisibilidad de lo habitual. El segundo, a su vez, expresa tanto la múltiple conformación de la sangre del escritor, como lo advenedizo de la ruina y la dureza de las batallas. En el proceso de construcción de la imagen poética, Borges da cuenta del carácter desbordado y agreste del contexto que poetiza. En el mismo momento en que se enuncia la frase “albas ruinosas que nos llegan desde el fondo desierto del espacio”, se evidencia lo advenedizo de la perdición y el sufrimiento. Aspectos que no pueden faltar teniendo en cuenta la fascinación del argentino por Schopenhauer. Es interesante observar cómo, para el escritor de “El Aleph”, los espacios de Buenos Aires tuvieron en sí todos los matices de lo real que no eran acaparables por la ficción. Es decir, no prima el artificio para crear un mundo, sino el interés por usar la palabra para re-conocerlo tal cual es. Lo que se legitima es el lenguaje como experiencia sensible, como experiencia de lo real que no necesita ser falseado.
Eso explica, en parte, el hecho de que el autor de “Tlon, Uqbar Orbis Tertius” haya mostrado desdén hacia la escritura de novelas. La necesidad de evitar los desvíos temáticos excesivos, aunada a la contundencia evocativa del verso, sellaron su suerte como poeta. Claro está, desde luego, que su producción como cuentista no fue escasa. Tampoco lo fueron los temas que lo unieron al cuento como posibilidad expresiva. La preocupación mostrada en la narrativa fue, quizás, menos introspectiva y más volcada hacia la creatividad y el divertimento. He ahí dos aspectos importantes para entender a Borges como humano y como escritor. Como lo primero, en razón de que mediante la poesía elaboró su interioridad como sujeto con memoria y conciencia de lo finito. La poesía le permitió reconocerse en la angustia, en el azar por el constante fluir del tiempo. En el segundo caso, la narrativa fue la ventana que lo puso frente a frente con la vida aventurera que no tuvo, según contó en repetidas ocasiones: “Muchas cosas he leído, pocas he vivido”.

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El lector de estas páginas tiene, entonces, dos escritores en uno: el que va hacia adentro de sí buscando la remembranza del pasado que se hace nostalgia, y el que se mueve hacia afuera creando el mundo que no conoció sino de oídas, o a través de las aventuras de Kipling o los historiadores anglosajones. Con el fin de examinar el primer caso, es decir, el del escritor que va hacia sí mismo, revisaremos algunos de los poemas contenidos en Fervor de Buenos Aires. En “Recoleta”, por ejemplo,el lector podrá reconocer al escritor que piensa explícitamente en la muerte. Dice de manera bella el poema que estamos “convencidos de caducidad”, con lo cual se ofrece otra pista inherente a las reflexiones intelectuales del bonaerense; esta vez en torno al hecho de nacer para morir y al problema metafísico del tiempo. En “El Sur”, el poeta deja manifiesta la fascinación por lo infinito, por el universo que encarna al mismo tiempo la presencia del misterio y lo incierto. Destacable es el hecho de que el poema, como categoría, sea, según su autor, la única forma de aprehender lo infinito. En “Calle desconocida” se introducen algunas de las principales fascinaciones de Borges: el ocaso y las tardes, y el declive del día que poco a poco va cediendo a la noche mediante “una finura de arena”. He aquí, tal vez, una suerte de premonición frente a la ceguera hereditaria que experimentaría el escritor hacia sus 50 años de vida. En “Plaza de San Martín” se reitera la fascinación por el atardecer. Interesante resulta el hecho de que este no llega por sí mismo sino que se pretende, se va a su encuentro: “en busca de la tarde fui apurando en vano las calles”, dice el poeta. En “Un patio” reaparece el atardecer, mas se introduce un elemento nuevo para el lector: el concepto de la eternidad que nos aguarda en tanto seres finitos. Este poema plantea, por primera vez en el poemario, el hecho de que la muerte, segura de alcanzarnos, nos da toda la vida de ventaja. Así lo deja entrever el texto cuando refiere que “serena, la eternidad espera en la encrucijada de estrellas”.
El lector de estas páginas tiene, entonces, dos escritores en uno: el que va hacia adentro de sí buscando la remembranza del pasado que se hace nostalgia, y el que se mueve hacia afuera creando el mundo que no conoció sino de oídas, o a través de las aventuras de Kipling o los historiadores anglosajones
Ahora bien, en el plano de las evocaciones de sus ancestros, tema que le permitió a Borges adherirse a “varias y diversas tradiciones”, un poema como “Inscripción sepulcral” alude a la figura de su abuelo militar: el coronel Isidoro Suárez, hombre valiente que “a las lanzas del Perú dio sangre española”. En este poema corto el lector hallará una pista biográfica importante: la conciencia que tenía el escritor de su linaje europeo, de su procedencia a la vez americana y a la vez foránea. Sobre esto puede decirse que la importancia del doble hecho reside en que no cupo nunca en su pensamiento la más mínima simpatía por los nacionalismos. De hecho, fue esa conciencia de saberse producto de una mixtura racial lo que le hizo descreer de proyectos políticos afirmados sobre la idea exclusiva del criollismo. A su vez, la conciencia de la raza cósmica lo condujo al repudio de proyectos crueles como el nazismo. No obstante lo anterior, un poema como “Arrabal” permite entrever que Borges tuvo un arraigado amor por su patria; no el sentido del nacionalismo que, en pro de la defensa y sostenimiento de valores institucionales alienaba masas con fines políticos, sino en el sentido de la patria a la que, como madre, se le debía gratitud por la existencia misma. Así lo describen las siguientes líneas: “esta ciudad que yo creí mi pasado es mi porvenir, mi presente; los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”. En esa misma línea temática, “La vuelta” inicia mencionando lo siguiente: “al cabo de los años del destierro volví a la casa de mi infancia y todavía me es ajeno su ámbito”. Obsérvese cómo el regreso, en sí, supone un reencuentro con la infancia que se evoca, pero ya no puede tenerse. No obstante, la sensación de extrañeza implica que se ha roto una suerte de cotidianidad con el vínculo. Para Borges, notará el lector, el afecto a la tierra está sujeto a los dictámenes de la nostalgia por lo pretérito. El vínculo intenta mantenerse aún cuando ya han echado raíces los estragos connaturales del tiempo.
Si con lo dicho hasta aquí el lector quisiera configurar una idea del universo borgesiano, podría perfectamente pensar en la melancolía, las tardes, las calles que son a la vez luz y laberinto, punto de encuentro y de pérdida.
Un poema como “Ausencia” retoma de nuevo el sensible asunto de los vínculos rotos; no obstante, esta vez el escritor lamenta la pérdida de un amor, tema sobre el cual no escribió mucho, si a un estricto sentido sentimental nos referimos. Es decir, el amor, como Borges lo entendió, se encarnó más en la palabra que crea la poesía como expresión de lo bello y lo sublime. Así visto, es apenas normal plantear que Borges fue un enamorado de los lugares que le resultaron significativos, de la nostalgia, de las historias de sus mayores y de los relatos de viajes que lo hacían amar lo nunca visto, lo desconocido. En “Caminata” se reitera, también, la exasperante vivencia de la soledad: “Olorosa como mate curado la noche acerca agrestes lejanías y despeja calles que acompañan mi soledad”. Sea dicho de paso, versos como este ratifican la condición solitaria del escritor, del hombre de letras. Igual situación se repite en un poema como “Sábados”. En este, no obstante, Borges introduce un erotismo sofisticado, muy a la manera de los escritores del siglo XIX. “En ti está la delicia como está la crueldad en las espadas”, dice el poema. La descrita crueldad, observará el lector, vuelve y castiga cuando la soledad reaparece puntual, casi como un rito: “en la sala severa se buscan como ciegos nuestras dos soledades”.
Si con lo dicho hasta aquí el lector quisiera configurar una idea del universo borgesiano, podría perfectamente pensar en la melancolía, las tardes, las calles que son a la vez luz y laberinto, punto de encuentro y de pérdida. Podría pensar en la experiencia colosal del desamor; tal como reza “Despedida”:”entre mi amor y yo han de levantarse trescientas noches como trescientas paredes y el mar será una magia entre nosotros”. Destáquese, de este poema, el uso de la hipérbole como estrategia para dar cuenta de la imposibilidad de amar.

Foto: Tomada de Twitter.
Si algún lector se preguntase qué fue el amor para Borges, tendría que pensar en los libros y la reciprocidad que le dieron, en la alegría que le prodigaron y en el placer de la cultura per se. Después, y no es el objeto de estas páginas, podrá indagar por su biografía política, por sus disquisiciones con la Academia Sueca que le negó el Nobel y por todo el conjunto de cosas que lo convirtieron en un artista de culto. A los escritores se les debe conocer y reconocer por su obra, no necesariamente por las cosas extrínsecas a ella. En ese sentido, y a modo de cierre, clausuraremos estás páginas con el más bello poema de Fervor de Buenos Aires; aquel que bajo el título de “Barrio recuperado”, dice lo siguiente:
Nadie vio la hermosura de las calles
hasta que pavoroso en clamor
se derrumbó el cielo verdoso
en abatimiento de agua y de sombra.
El temporal fue unánime
y aborrecible a las miradas fue el mundo,
pero cuando un arco bendijo
con los colores del perdón la tarde,
y un olor a tierra mojada
alentó los jardines,
nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.