Crítica Cine

Memento mori, en las aguas de la incertidumbre

Director: Fernando López Cardona
Guion: James Valderrama Rengifo y Fernando López Cardona
Productores: Juan Diego Villegas y Eike Goreczka
Director de fotografía: Andrés Morales
Diseño de producción: Sofía Guzmán
Montaje: Etienne Boussac
Música: Adam Wiltzie.
Fidelio Films, ADC Rental, Inercia Películas, 42film. Colombia

Por: Óscar Osorio
Profesor de la Escuela de Estudios Literarios, Univalle

La primera escena de la película Memento mori traza su aspiración estética: inicia con un plano general de un paisaje con un imponente árbol en el centro. Todo está en silencio. La cámara se va acercando lentamente y se encienden los sonidos de la selva, los cantos de los animales. Se alcanza a ver un pájaro que llega y se posa en el copo más alto del majestuoso árbol. Todo es un canto vital, un símbolo del poder y la fuerza de la vida. De pronto, el plano general cambia y vemos tierra removida. La cámara se acerca y la tierra se mueve, una cinta roja se hunde, surge una mano y, lentamente, el cuerpo de un hombre. El hombre tira un morral al lado, sale de la tumba, se levanta, se sacude y mira el rostro de una mujer cuyo cuerpo está enterrado en la improvisada tumba que compartían segundos antes. Camina con dificultad y va hacia la orilla de un río donde una inmensa bandada de pájaros migrantes revolotea haciendo figuras extraordinarias. Este resucitado es José María, el animero, el hombre que habla con las ánimas y las ayuda a hacer su tránsito al más allá. La escena, que es un diálogo en imágenes entre la vida y la muerte, cierra con un fundido a negro y aparece el título de la película: Memento mori.

Esta alocución latina operaba como un recordatorio, en tiempos de gloria, de la fugacidad de la vida. La traducción más socorrida es: “Recuerda que morirás”. Era un antídoto contra la vanidad de las cosas mundanas y un llamado a estar conscientes de que la vida es un tránsito. Ese tránsito es el motivo central de la película.

Memento mori cuenta la historia del animero, un personaje que tiene el don de hablar con las almas de los muertos y las ayuda a encontrar el camino en el más allá, y de la enfermera Naré Novoa, esposa del desaparecido Leto. Alrededor de estos dos personajes se tejen los dos relatos centrales de la película y, orbitando alrededor de estas dos historias, otras relacionadas con esa misma tensión entre la vida y la muerte: el patólogo que habla con los cadáveres recuperados del río para pedirles la autorización de esculcar en sus entrañas la causa de su muerte y honrar su sufrimiento con ese conocimiento; el empresario funerario que guarda las cosas de los muertos sin nombre con la esperanza de que sus deudos puedan identificar entre esos objetos a sus familiares desaparecidos; el Moro (o su ánima) y su atroz imperio del crimen.

Después de la escena introductoria descrita en el primer párrafo, un lanchero encuentra el cadáver de un decapitado con huellas de tortura a orillas del río Magdalena y lo lleva a Puerto Berrío. Los hombres especulan que viene de Puerto Boyacá. Mujeres se arremolinan alrededor para indagar si son los restos de un familiar desaparecido. El patólogo limpia lenta y meticulosamente el cuerpo y le habla, en una intimidad macabra. Naré indaga si es su esposo desaparecido. No es él. Entierran el cadáver en una tumba prestada y lo identifican como NN 1717. En la noche llega el animero al cementerio donde muchas personas invocan plegarias con velas encendidas y encabeza una procesión que va por las calles del pueblo orando por las almas de los muertos. Terminada la procesión, el animero se queda solo, escucha el susurro del decapitado y en su lápida escribe en letras rojas la palabra ESCOJIDO (con J) y se va. Muchas otras tumbas están marcadas con esas letras NN y un número. En algunas de ellas se ha adicionado la palabra escogido, a veces con G y a veces con J. El animero se va a casa y vuelve a escuchar el susurro de un muerto y se compromete con esa alma en pena: “Yo voy a hacer lo que usted quiere y así podremos estar juntos por fin”.

Memento mori cuenta la historia del animero, un personaje que tiene el don de hablar con las almas de los muertos y las ayuda a encontrar el camino en el más allá, y de la enfermera Naré Novoa, esposa del desaparecido Leto.

La misión que le imponen los susurros del más allá es recuperar la cabeza del decapitado. El animero sabe que en ese crimen está la marca del Moro, un “rencor vivo” al que todos temen, de quien se dice que está muerto y descansa en un mausoleo en Puerto Berrío. Visita a Naré para encomendarle al ánima que ve en sus visiones y ella le dice que sueña con tres hombres que parecen extraviados en un lago y que uno de ellos es el animero (el otro es Leto y la identidad del tercero se revela al final). Sabemos entonces que el decapitado, Leto, el niño, el animero y Naré están conectados de una manera profunda. Sobre ese enigma se edifica la intriga de la trama y solo hasta las últimas escenas se resuelve.

La encomienda ultramundana define el recorrido narrativo del primer protagonista. El animero emprende el viaje para recuperar la cabeza del decapitado. Llega a la finca de su amigo Edi, a quien no ve hace treinta años y come garbanzos, que le “saben a nada”, como les sabe la comida a los muertos. Escuchan el bramido sordo de los muertos enterrados en los pastizales. El animero avanza por caminos donde hombres de camuflado patrullan con armas largas y prados llenos de almas que lo miran como a la espera de algo. Al cabo de mucho caminar, un hombre armado lo reconoce y decide llevarlo al lugar donde está el Moro, una casa desvencijada custodiada por hombres armados, en cuya sala se apilan restos óseos. Allí se encuentra con el Moro. El resultado de ese encuentro nos aclara, ya casi para concluir la película, cuál es el vínculo entre Leto, el decapitado, el niño, el animero y Naré, y la razón del vagar de esas almas en pena.

El recorrido narrativo de la segunda protagonista, la enfermera Naré, se articula en función de la búsqueda y la espera por el regreso de su esposo desaparecido: siempre que llega un cadáver corre a preguntar si es él, el funerario le informa cada vez que recuperan un muerto del río, el patólogo la invita para que haga reconocimientos en la morgue. Mientras ella se reduce en la espera, asistimos a algunas escenas de su vida cotidiana: hace su trabajo, camina largamente, fuma frente al río, sueña con las almas extraviadas de los tres hombres, visita el cementerio, habla con el patólogo, visita almacenes, plancha la ropa de Leto y se duerme sobre algunas de esas prendas. En uno de esos sueños y visiones de Leto, él la acaricia en la cama. La cámara se desplaza y se ve una corriente de partículas de polvo que se alzan hacia el cielo, como si el alma de Leto hubiera encontrado el camino. Entonces vuelve a soñar con los tres hombres y tiene la visión de un niño, del animero enterrado en sal, de su esposo y el decapitado observándola. Después de entender lo ocurrido y darle sentido a sus visiones, entierra las cosas que dejó Leto y lo despide en su corazón.

No es fácil rehacer estos recorridos narrativos. La película está constituida por una serie de escenas e imágenes signadas por fronteras difusas entre la vida y la muerte, donde el sueño y la vigilia se disuelven y las ánimas parecen caminar por las calles al lado de los vivientes. Ese velo difuso entre la vida y la muerte constituye la poética del filme, como queda perfectamente anunciado en la escena introductoria. Podemos ver la película varias veces con el propósito de examinar esta particular cuestión: ¿Cuáles acciones ocurren del lado de la vida y cuáles del lado de la muerte? Quizás la sintaxis del filme no nos permita una respuesta sobre la que podamos tener absoluta certeza. Y es que se trata de eso, precisamente, de permear esas estrictas fronteras.

Una escena fundamental en esta propuesta es la muerte del animero (minutos 37 al 39 del filme de casi dos horas). Él se encuentra en una carretera con una campesina y tres campesinos que no conoce. Dos hombres armados los detienen y los hacen arrodillar frente a una cruz de muerto en el camino. Les preguntan quién es el sapo que está aventando al patrón y les disparan. Los entierran en una fosa común en un descampado. La campesina es la mujer que aparece enterrada junto al animero en la escena introductoria, cuando él se levanta de su tumba. Después de otras escenas, el animero despierta en su casa, sucio de tierra y sangre seca. Se baña y golpea la herida de la bala que lo impactó a la altura del corazón con hojas de alguna planta curativa. Luego aparece en una silla tocándose el pecho herido y diciéndole al ánima que no la va a abandonar otra vez. La escena parece implicar que sobrevivió o resucitó, pero también que es su alma en pena que se prepara para cumplir una promesa hecha en vida. Durante la hora y veinte minutos que siguen, el filme nos mantiene en la incertidumbre respecto de cuáles caminos anda el animero, si los de la vida o los de la muerte. Solo hasta la escena final cuando vuelve a la tumba de la que se levantó, hala la cinta roja que se hundió en esa escena inicial de su aparente resurrección y desentierra el viejo maletín podemos lograr alguna convicción sobre lo ocurrido.

Memento mori nos invita a que nos entreguemos a la poética del filme y naveguemos en las aguas de la incertidumbre, que es, finalmente, lo que hacemos cuando nos acercamos a ritos o creencias sobre la vida después de la muerte, a estas prácticas de la imaginería popular antioqueña.

La película está constituida por una serie de escenas e imágenes signadas por fronteras difusas entre la vida y la muerte, donde el sueño y la vigilia se disuelven y las ánimas parecen caminar por las calles al lado de los vivientes. Ese velo difuso entre la vida y la muerte constituye la poética del filme, como queda perfectamente anunciado en la escena introductoria.

Memento mori es una representación fílmica de esos ritos funerarios desarrollados en Puerto Berrío en los años noventa con los cadáveres que aparecían en el río y que eran sepultados como NN en el cementerio. Adoptar esos muertos y establecer una relación ritual intensa es nada menos que rescatarlos del olvido y devolverlos a la memoria. El cementerio de Puerto Berrío, con sus lápidas coloridas y siempre llenas de flores frescas es un ícono de la necesidad de salvar a las víctimas del olvido “que es más terrible que la muerte”, nos dice el animero. Es un monumento a la memoria tan lastimada en nuestro país y cuya recuperación es un imperativo que afortunadamente la sociedad colombiana está acatando por múltiples caminos. Las víctimas de Puerto Berrío son víctimas de una violencia endémica en esa zona del Magdalena Medio de la que han participado todos los grupos armados y una de cuyas características fundamentales es la atrocidad. De hecho, a las víctimas de ese horror está dedicada la película.[1] Es decir, que la violencia atroz es uno de sus temas centrales, pero el filme no se deja subordinar a esa realidad. 

Hay hombres armados por doquier y una escena durísima donde masacran a cuatro personas y otra del estrangulamiento del decapitado. También hay primeros planos del cuerpo del decapitado y primerísimos primeros planos de su cabeza, y hay planos enteros de cadáveres que flotan en el río o yacen en el puente o el camino, o se atisban a través de las rendijas de una puerta. El filme no elude el horror, lo presenta y lo representa. Sin embargo, no se solaza en la atrocidad de la violencia. Esas imágenes y escenas referidas no suman mucho más de cinco minutos, pero son suficientes para transmitir el espanto.

Memento mori deja, entonces, la constancia de que necesitamos hacer bien nuestro duelo social, encontrar la verdad, construir una memoria con sentido, despedir a nuestros muertos y edificar nuestro futuro.

Sin embargo, el filme no se concentra en el crimen sino en ese diálogo entre la vida y la muerte que se da a través de esa costumbre de adoptar a los muertos y establecer con ellos una relación solidaria de ayuda mutua, y eso le da una trascendencia y una belleza muy poderosas. Además, como contrapeso de la violencia, se regodea en una paisajística luminosa: el sol, el río y la naturaleza toda es esplendorosa. Y, lo más importante, a ese portento natural suma una poética de la contención: durante las otras casi dos horas del filme todo transcurre lenta y delicadamente: los actores se mueven sin apuros y hablan pausado, no se escuchan gritos ni hay escenas dramáticas de deudos arrojándose sobre los cuerpos de sus seres queridos. El filme prefiere recurrir a esa gramática de la contención, a ese discurrir fílmico pausado que nos produce como espectadores una sensación de ahogo, de que algo está reprimido, como si tuviéramos una leve masa de aire en el pecho.

Conversando con James Valderrama, uno de los guionistas, me dijo que durante la elaboración del guion siempre estuvo presente la idea del duelo, de que la película se constituyera en una gran metáfora del duelo en el que vivimos permanentemente los colombianos por efectos de la violencia. Esa conversación le dio sentido preciso a eso que yo intuía: esa poética de la contención es nada menos que una representación fílmica del duelo. Sí, Memento mori es un crisol en el que se cocinan muchos temas (la violencia, la atrocidad, la ausencia y la desaparición, la solidaridad, las prácticas funerarias, el más allá) y de ese crisol surge con mucho poder la sensación de que, en últimas, la colombiana es una sociedad traumada que no logra tramitar bien su duelo. Entonces, estamos instalados en la melancolía. Esa es la sensación que me queda con la película y esa es precisamente la que transmite el personaje de Naré —soberbia actuación de Lucía Bedoya—, la doliente principal: estamos paralizados en la melancolía.

Memento mori deja, entonces, la constancia de que necesitamos hacer bien nuestro duelo social, encontrar la verdad, construir una memoria con sentido, despedir a nuestros muertos y edificar nuestro futuro. Es lo que hacen los habitantes de Puerto Berrío cuando adoptan los NN rescatados del río y les hacen sus honras fúnebres, es lo que hace Naré cuando entierra las cosas de su esposo y lo despide en su corazón. Es la única manera de recuperar el ritmo de nuestro andar y salir de esta melancolía que nos paraliza desde hace muchas décadas ya. Maravillosa película.


[1] Esas prácticas funerarias están muy noticiadas en Colombia y se han producido algunos textos académicos sobre ellas. En su trabajo de grado para la Maestría en Estudios Culturales de la Universidad Nacional de Colombia (2015), Julián David Rodríguez examina estas prácticas y da cuenta del conflicto armado desarrollado en la zona.

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