Crítica Literaria

La sal en la taza de café. Notas sobre creación y escritura, de Carlos Fajardo Fajardo

Título: La sal en la taza de café. Notas sobre creación y escritura
Autor: Carlos Fajardo Fajardo
Sílaba Editores
Colección: Tierra de palabras: ensayo.
Edición de agosto, 2022

Por: Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz

Foto: silaba.com.co

La noche siempre misteriosa desovilla su tiempo en diálogo. No es sino abandonar la barca en la orilla de la cotidianidad –toda furor, puro ruido, tosca carrera- y disponerse a escuchar esa música callada de las esferas, esa soledad sonora de las esporas alineándose en poderoso silencio para crear y hasta recrear hálito de vida. Son por supuesto diálogos soterrados, movimientos ajenos al ojo diurno, como el abrir de la oruga para ser mariposa, o el crujir de la cáscara para que emerjan al mar de las posibilidades todas las criaturas de esta lúdica y terrible creación. Diálogos de arena y viento, de raíz y ola, de sístoles y diástoles que al irrumpir la claridad en clave de sol, van deletreando sobre la Tierra mensajes de singular belleza, de terrible belleza, de inesperada belleza.

Así ocurre en el creador, en el demiurgo, en el artista, en el artesano: diálogo sostenido con las ideas, pero también con los materiales que manipulan su cerebro, su corazón y sus manos. La palabra es esquiva, pero el poeta como avezado cazador le tiende su tierna emboscada, más que atraparla la integra, la acepta como una rémora, como si fuera un ángel con escafandra y aceptara su perenne e incisivo trabajo de buceador en las aguas profundas de la significación y el sentido. Diada eficaz: palabra y poeta, consubstanciación de dos corporeidades diferentes que sin embargo actúan en convivencia fructífera. Ved esas plántulas, mal llamadas parásitas, como arrojan luz y calor a los troncos viejos. La palabra rejuvenece al poeta, le da nombradía en el bosque de los signos.

Sin duda estas peregrinaciones furtivas al territorio del poeta y la palabra han surgido al deshojar con ojos ávidos este herbario de notas, diálogos, amplificaciones, paráfrasis, intuiciones, citas y aportes personales, ofrecido bajo el sugerente título La sal en la taza de café, por el poeta Carlos Fajardo Fajardo. Ha dicho Lope de Vega “esto es amor, quien lo probó lo sabe”, frase que acuño para expresar que, en efecto, todas las cuartillas que florecen en este pulcro y elegante volumen publicado por Sílaba Editores, me atañen, me bordean, me confirman en el oficio de la escritura.

Desde el primer texto “Escritura y riesgo”  hasta el de cierre “No hay poema sin herida”, asistimos a un diálogo sostenido y erudito, mas no pretencioso, técnico o académico, sobre esa vocación  apasionada que llevan…que llevamos, todos los que por alguna deriva asumimos el Mito de Orfeo y el sino connatural de Sísifo. Juntamos sílabas desde la pérdida, llámese del amor, de la salud, de la riqueza, del espacio, y entonces, amparados en la quimera volátil del tiempo, elucubramos sobre la soledad, el desamor, la enfermedad, la muerte, la carencia y el exilio, sin sospechar que tan solo pisamos la huella del doliente enamorado que vio fugarse a Eurídice para siempre, y que a manera de paradójica compensación-urdida por los dioses- no nos queda sino el tesoro de las “humanas, míseras palabras”. Dicho por el hombre de a pie en jornadas de luna y ebriedad: lo que pudo haber sido y no fue. De todas esas cosas nos habla este incansable viajero, perito en susurrar con las sombras bajo la mirada cómplice y complacida de inmensos poetas, filósofos y hermeneutas.

¿Qué hace grata, sedienta y apasionada la lectura de La sal en la taza de café? La circulación, “el estallido heterodoxo” en palabras de su autor, los signos en rotación para evocar a Octavio Paz; el diálogo consigo mismo y con la tradición, con la palabra que siendo propia es de la tribu, que aquilatando su registro individual jamás olvida su gestación comunitaria.

Cristo llevó su cruz, así el solidario Simón de Cirene intentara aligerarle su carga física y simbólica. El anónimo pescador del bacalao  que tanto nos amargó el paladar de la infancia en forma de emulsión de Scott, quien lo creyera, es otra versión del caminante condenado a cargar un peso oneroso: salvador y solidario (palabra hermana de solitario) con la humanidad. No así la gran piedra, en la fatigada espalda de Sísifo: sumisión y destino, castigo y venganza perpetua por alguna transgresión humana.

El poeta es disciplinado por la cruz, es un ciudadano del caos y la desesperanza, limo que le sirve para cuajar sus artesanías verbales. En las tierras del norte se disputa con los grandes peces la supremacía sobre otras criaturas para su diaria supervivencia; cuando logra domeñarlos camina por las gélidas estepas con el botín en sus hombros. Redención y subsistencia. Os haré pescadores de hombres sentenció el de la cruz. El artista lanza su anzuelo, en el albur de los tiempos a veces acierta, a veces regresa a su iglú con las redes vacías. El poeta y sus vendimias, el hombre y sus penurias: dos personas distintas en un solo destino verdadero. Escribir para no morir, para no esfumarse de alienación, es decir para no ser ajeno a su compromiso vital.

¿Qué hace grata, sedienta y apasionada la lectura de La sal en la taza de café?

La circulación, “el estallido heterodoxo” en palabras de su autor, los signos en rotación para evocar a Octavio Paz; el diálogo consigo mismo y con la tradición, con la palabra que siendo propia es de la tribu, que aquilatando su registro individual jamás olvida su gestación comunitaria. Borges da gracias por el poema que jamás llegará a su último verso, reconoce que la originalidad es un mito moderno porque en esencia toda creación estética pertenece al lenguaje, a la tradición que tiende puentes entre Homero y Virgilio, entre Jesús y el Buda, entre Whitman y el oceánico Neruda, entre los silencios contundentes de Emily Dickinson, José Manuel Arango y Hugo Mujica.

Ah, pero en ese gran fresco de voces, en esa polifonía de asombros, el poeta Fajardo nos enfrenta a la escritura como viaje, al trabajo doloroso y esforzado, a la palabra justa, a la terquedad y el coraje, valga decir, a los avatares de Orfeo, al coraje de Jesús, a la repetición, nueva en cada jornada, de Sísifo y el pescador de hombres y de peces. Rigor, trabajo, disciplina; inspiración tal vez en su acepción de búsqueda permanente hasta encontrar la linterna de Diógenes o la antorcha de Prometeo. Duda, conjetura, crítica y autocrítica; voces seculares, capacidad de aguzar el oído para escuchar en la noche serena  o en el alba creciente la palabra ajena y la sílaba propia. Trabajo al alimón, minga de significantes y significados para que brote el poema, el cuento, la novela, la crónica o el ensayo. Al final, en un acto de serenidad sitiada y desprendimiento sincero, aferrarse al Gran Árbol de la Existencia y susurrarle en arameo, Swahili o buen Romance: “No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Intuyo que Nietzsche y Bachelard, Pessoa y Rilke, Blanchot y Cioran, Kafka y su aventajado discípulo, Arreola –en sus viajes en tren por las estepas del mundo- debieron realizar una ceremonia parecida frente al Gran Templo de la Escritura. Y el poeta Carlos Fajardo Fajardo ha tenido la fortuna, la osadía y la generosidad de hacernos partícipes de esos diálogos en el tiempo.

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