Francia Márquez: el espejo que desnuda a Colombia
Desde que Gustavo Petro anunció que Francia Márquez sería su fórmula presidencial, la ola de ataques contra ella no ha parado. ¿Qué nos enseña este hecho sobre nuestra sociedad? ¿Por qué importa más allá de las elecciones?
Por: Delfín Ignacio Grueso
Sociólogo, filósofo y profesor de la Universidad del Valle
Versión ligeramente mejorada de la publicada en Razón Pública. Se reproduce con su permiso.

Foto: Facebook de Francia Márquez.
Hoy Francia Márquez es más que un fenómeno político.
Contra ella se agigantan todas las formas de exclusión —el patriarcalismo, el racismo, el centralismo y el clasismo—, y ella nos devuelve, como un espejo, la imagen de todo lo que es asignatura pendiente en nuestro proceso de construcción de nación.
La conexión de Francia Márquez con esa diversidad excluida le permite desvelar mejor las posiciones de poder que soportan las imposturas de sus malquerientes. Entre las de quienes, con cierta razonabilidad, señalan su carencia de experiencia administrativa y las de quienes simplemente la degradan comparándola con un simio, están las intermedias: las que la acusan de terrorista, castrochavista y cómplice del narcotráfico y las de quienes, escandalizados con aquello de los nadies y las nadies, las mayoras, la juntura, etc., se erigen en denodados defensores del idioma.
La saña con que obran unos y otros se vuelve olímpica sevicia. Además de que su condición de mujer les estimula la misoginia, su condición de negra, de persona de provincia, y, además, de izquierda, la convierten en blanco útil para un múltiple escarnio público.
Por supuesto, el motor central de esos ataques, al que se acoplan motores auxiliares, es ese racismo que, aún tras el fin de la colonia y la abolición de la esclavitud, sobrevive entre nosotros. Es un racismo que se articula con los sesgos clasistas, machistas y de centralismo con que somete a burla, por ejemplo, cierto acento que proviene de la otra Colombia o ciertos giros idiomáticos propios de un lenguaje que aspira a ser incluyente.
Esta burla pone en evidencia esa particularidad de la cultura colombiana, la cual es heredera —como tal vez ninguna otra en América Latina— de una combinación entre gramática y poder; combinación que alguna vez sirvió para excluir y humillar al resto de la población y que todavía sirve para marcar una distancia orgullosa frente a quienes no gozaron de una educación privilegiada.
A esa dimensión idiomática del asunto, que también sirve para identificar la tensión entre la Colombia urbana y la región andina, de un lado, y los territorios allende esas planicies, volveremos luego.

Foto: Facebook de Francia Márquez.
Por lo pronto centrémonos en el racismo que, en su versión más burda, es el mismo que heredamos de la Colonia. Reproduce la misma pirámide pigmentocrática que nos impusieron, y que todavía funciona para defender con orgullo las gotas de sangre pura que cada miembro de nuestra población cree retener en sus venas.
La pirámide también se conserva en lo esencial, sólo que a ella se yuxtaponen la naturalización del lenguaje discriminatorio y clasista de los estratos. Por eso se puede llamar indio a cualquier pobre de Bogotá, y negro a cualquier recién llegado de tierra caliente. Se manifiesta de nuevo cuando la gente de bien se altera por la llegada masiva de gente de color a su vecindario, o por la súbita presencia de la Minga indígena en la ciudad. Esa alteración tiene tanto de aporofobia como de racismo.
El racismo colonial, por supuesto, perdió sus formas más directas de expresión. Ya nuestras élites no van al campo de batalla para defender sus privilegios ligados a la Gran Hacienda y a la esclavitud, como lo hicieron, por ejemplo, Sergio Arboleda y Julio Arboleda en 1851. La esclavitud desapareció como institución social, y no por gracia benévola de José Hilario López, como se lo repiten en los foros a Francia Márquez.
La saña con que obran unos y otros se vuelve olímpica sevicia. Además de que su condición de mujer les estimula la misoginia, su condición de negra, de persona de provincia, y, además, de izquierda, la convierten en blanco útil para un múltiple escarnio público.
Ella, que más que caucana es nortecaucana, conoce esa historia. Sabe que a los negros de acá nadie les regaló la libertad; sabe que la pelearon en la revolución liberal del medio siglo XIX, cuando se enrolaron en el bando liberal desde los territorios de El Palo y lo que ahora es Puerto Tejada. Sabe de la raigambre cimarrona, palenquera y muy nortecaucana de esa lucha de hace siglo y medio.
Conoce así mismo la lucha de los pueblos ancestrales en un Cauca, donde los patriarcas payaneses ya no tienen la fuerza para reducir a los indígenas a simples terrazgueros. Sabe que si ahora los misak se exceden derribando estatuas y los nasas se fortalecen en sus territorios, esto no es más que un reacomodo inevitable en un Cauca donde las diferencias se están expresando y ciertos apellidos peninsulares, con sus escudos y sus heráldicas, han ido cediendo terreno. De ese ambiente de reacomodos en medio de la diferencia proviene Francia Márquez.
No puede evitar, sin embargo, que contra ella se fortalezca ese racismo de raigambre colonial, en otro tiempo sustento de instituciones ahora caducas. Él está allí, entre otras cosas, porque no hemos revisado el modo en que alguna vez fue capaz de revestirse con formato científico para justificar la subordinación del indígena, del afro y del mestizo y, en general, la subordinación de los territorios.
El momento de ese revestimiento fue también el de la confluencia de dos momentos cruciales del proceso —nunca acabado— de nuestra definición como nación: la degradación ‘científica’ de las razas y la legitimación de una dominación piramidal basada en la altitud sobre el nivel del mar.
Esa primera degradación ocurrió en las primeras décadas del siglo XX, cuando intelectuales de los dos partidos tradicionales se apropiaron de eso que Tzvetan Todorov ha llamado racialismo: la clasificación científica de los seres humanos en superiores e inferiores a partir del color de piel y otros rasgos; confluencia de darwinismo social, antropotaxis, frenología y, en últimas, el mismo racismo otra vez.
Ese racialismo absolvió moralmente la esclavitud a escala transcontinental y el aniquilamiento de pueblos y etnias en todo el mundo. Su primer efecto sobre Europa fue el impulso de los nacionalismos; su efecto más mediato fueron las dos grandes carnicerías del siglo XX y el holocausto judío.
El punto es que, aún después del nazismo y del doctor Mengele, a pesar de que la ciencia misma hubiera mostrado como obsoleto el concepto de razas, su influencia se mantiene en el imaginario colectivo. Por eso Francia Márquez habla, con razón, de poblaciones racializadas y de subordinación racial.

Foto: Facebook de Francia Márquez.
Lo importante de ese momento racialista en nuestra historia fue el modo como él reforzó el racismo primario, y justificó de nuevo la pirámide pigmentocrática en cuya cúspide seguían aposentadas las mismas élites.
Basta ver las conferencias sobre las razas en Colombia pronunciadas por Miguel Jiménez López, Luis López de Mesa, Calixto Torres Umaña y Jorge Bejarano. Allí, intelectuales con formación de médicos tomaron a su cargo la tarea de explicar nuestro atraso como nación, recurriendo al expediente de las razas degeneradas.
Sus teorías hicieron desfilar, como ratas de laboratorio, al mestizo y al mulato, pero sobre todo al negro y al indígena. Contaron sus glóbulos rojos, midieron su temperatura corporal, el ancho de su caja toráxica y la forma de sus pómulos y concluyeron que eso explicaba nuestra propensión a la violencia, la sífilis, el alcoholismo y la locura. Así legitimaron, con nuevos argumentos, los estereotipos sobre el pastuso antipatriota e ingenuo, el costeño perezoso, el negro ladino, el indio indolente, en fin, la chusma irredimible.
Que no nos extrañen sus soluciones al problema, como aquella del intelectual liberal y antioqueño, López de Mesa, quien propuso embarazar a las boyacenses y a las huilenses con sangre nórdica (de buena calidad). De esta forma esperaba superar, en el primer caso, la descomposición cultural, y, en el segundo, la anemia. Si bien tales teorías no dieron origen en Colombia a políticas eugenésicas, sí reforzaron el racismo primitivo y justificaron de nuevo la pirámide pigmentrocrática.
Pero no es menos importante su articulación con la otra pirámide, la topográfica: la muy colombiana pirámide territorial que, con base en la altitud, privilegia la región andina sobre la Orinoquía, la Amazonía, las dos costas y los valles interandinos.
¿Pero qué hace una cantante, nacida en Buenaventura, comparando a Francia Márquez con un simio? ¿En qué amenaza la defensa de los derechos de las minorías y del ambiente sus intereses artísticos? Algo de eso se explica por la polarización política del momento, que propicia también que unos menos oprimidos insulten a otros más oprimidos en defensa del status quo.
Para entender el origen y función de esta pirámide territorial en nuestro imaginario como nación, podemos remitirnos al sabio Caldas, quien a fines del siglo XVIII escribió que sólo por encima de cierto número de yardas sobre el nivel del mar podría habitar la civilización. Esta perspectiva ya degradaba las tierras bajas como territorios malsanos donde no puede cultivarse el espíritu. En general, nada culto y duradero o universalizable podía esperarse de esas tierras lejanas, plagadas de zancudos y serpientes, que en Bogotá todavía hoy llaman tierra caliente. Ese lugardonde habitan negros que perezosamente vegetan en sus hamacas y donde hay mujeres aborígenes con rostros feos y varoniles. Nuestra esperanza como nación civilizada dependía de Pasto y Tunja y, especialmente, de Popayán y Bogotá.
Esa primera amputación territorial de la nación, escrita antes de que se alcanzara aquí la independencia de la metrópoli española, no habría de encontrar mejor oportunidad de convertirse en verdad acepada que la imposición del imaginario de nación que debemos a La Regeneración.
Si en algo fue exitosa la perspectiva centralista de don Miguel Antonio Caro, fue en convencernos, durante más de un siglo, de que aquí todos éramos blancos, todos varones, todos españoles, todos católicos, apostólicos y romanos, y todos bogotanos. Fiel a su talante reaccionario de hispanista y latinista santafereño, que nunca salió de Bogotá, reforzó una imagen de la Colombia tal y como se puede ver desde el Cerro de Monserrate.
Por eso ahora resulta extraño y amenazante todo lo que tenga sabor extra-andino: las comunidades indígenas, las comunidades afro, el sincretismo religioso de este país mestizo y la riqueza lingüística de las regiones. Esa otredad no puede sino chocar con el buen gusto de la gente de bien, pues amenaza los cimientos que sostienen su poder social, económico y simbólico en este país, el más inequitativo de América Latina.
¿Pero qué hace una cantante, nacida en Buenaventura, comparando a Francia Márquez con un simio? ¿En qué amenaza la defensa de los derechos de las minorías y del ambiente sus intereses artísticos? Algo de eso se explica por la polarización política del momento, que propicia también que unos menos oprimidos insulten a otros más oprimidos en defensa del status quo.
Pero se explica más a partir de eso que Freud llamó el narcicismo de las pequeñas diferencias. Este narcicismo hace que un homofóbico pueda creerse mejor que un homosexual, o que una mujer menos humillada por el patriarcalismo pueda humillar, clasistamente, a otra mujer más pobre, que un mestizo pobre pueda humillar a un negro pobre o un inmigrante indocumentado. Son las pequeñas compensaciones de un macabro juego de subordinaciones. Las mismas que le permiten a una mujer menos indígena y menos afro sentirse mejor que las otras; que le permiten sacar, frente a ellas, unos pechos más redondos y una nariz más respingada, porque con eso cree agrandar la distancia que la separa de ellas. Pero aquí también Francia Márquez, la mujer que este caso debería quedar degradada y humillada, opera como un espejo que desnuda de cuerpo entero la impostura de la ofensora y le devuelve, de forma invertida, su propia imagen.