Celebración de Álvaro Mutis
Por: Pablo Montoya
Escritor
Tomado de: diariocriterio.com

Ilustración: Tomada de plenamar.acento.com.do
Álvaro Mutis era monárquico. Esta postura ideológica lo convirtió en rara avis en un horizonte literario donde prevaleció el escritor de izquierda y el demócrata. Mutis abominaba de la democracia, y el comunismo ni siquiera lo indignaba, sino que lo horrorizaba. Lo suyo, con conocimiento de causa –pues era sabido en cuestiones históricas–, apuntaba a la loa de esa especie de representante divino en la tierra que es el rey y el emperador. Y para corroborar más su aureola de escritor a contracorriente, Mutis juraba no haber votado jamás.
Confesiones de este tipo, supongo, impidieron que ciertos lectores se acercaran con mayor cuidado a su obra. Incluso algunos críticos se pronunciaron, perplejos, al ver que el premio Cervantes caía sobre un autor aristocrático que declaraba ser admirador de los monarcas, gibelino y legitimista. Pero ¿qué extrañeza podría haber en el hecho de que el rey de España le diera la máxima distinción de las letras hispánicas a un entusiasta de la realeza cuyos orígenes estaban en los trópicos del Tolima?
Resulta acaso más extraordinaria la amistad de Mutis con García Márquez. Durante más de cincuenta años los dos capotearon, con fortuna, sus diferencias políticas. Decían, a una sola voz, que una de las condiciones de sus encuentros esporádicos era no hablar nunca del tema. Y es que entre la militancia socialista incondicional del uno y la monárquica del otro se imponía un abismo. Gabo escribió, sin embargo, que el verdadero abismo insondable que los separaba era la insensibilidad de su amigo por el bolero.
Con todo, el mundo de Mutis, atravesado por poemas dedicados a Felipe II y su corte, a húsares y generales que defienden causas entre enrevesadas y catastróficas, a desarraigados que se desplazan de un lado a otro por los mares y los continentes evocando esplendores de otros tiempos, ofrece una visión de la vida ajena al triunfalismo propio de los poderosos.
En Mutis prima, al contrario, el desamparo y el pesimismo frente a toda empresa humana. De hecho, a Maqroll, su personaje emblemático desde los poemas de Los elementos del desastre hasta la última saga novelística, lo definen estas condiciones.
Y ahí está también Alar el Ilirio, el protagonista del relato La muerte del estratega, del cual se dice algo con resonancia similar: “Un cierto escepticismo sobre la vanidad de las victorias y ninguna atención a las graves consecuencias de una derrota, hacían de él un mediocre soldado.” Y en uno de los poemas de Los trabajos perdidos brillan estos versos que servirían para enmarcar toda la obra de Mutis: “Cultiva tu miseria, / hazla perdurable,/ aliméntate de su savia, / envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.”
Pero lo más atractivo frente al carácter taciturno de estos personajes, y el mundo turbulento en que se mueven, es que está levantado sobre un lenguaje poético prodigioso. Porque Mutis es, ante todo, un poeta. Y esta semana que se cumplen cien años de su nacimiento, es el poeta, uno de los más grandes de Colombia, al que quiero celebrar.
En la obra de este escritor fulgura una opulencia de la palabra que nimba sus historias de tragedia, o lo traza con pasajes de un erotismo vital y estremecedor, o lo puebla de reflexiones profundas e irónicas sobre el acaecer de sus criaturas. Hombres y mujeres que se beben la vida desde la fiesta de los sentidos, sin desconocer que sus acciones están destinadas a un fracaso definitivo.
Sé que Mutis tuvo un reconocimiento internacional por sus novelas sobre Maqroll. Esos siete libros, que van de La nieve del almirante a Tríptico de mar y tierra, y que se ocupan de las aventuras de su Gaviero vagabundo. Pero considero que esas novelas son un poco repetitivas y se cae, con frecuencia, en una no muy lograda recreación de lo que ya se había dicho, de un modo más inolvidable, en los poemas y relatos del primer período de este escritor.
En realidad, ese Mutis es el que prefiero, porque es más íntimo y solitario; más desgarrado y esplendoroso en la expresión. Más diestro en la contención y en la evocación. Y, por supuesto, más eficaz en la consolidación de ese universo forjado con savias vegetales, rumores y barrancos de ríos andinos y errancias de santos medievales y soberanos tristes.
Me inclino por el Mutis que ganó la apuesta con Luis Buñuel de que era posible escribir una aventura gótica en las tierras calientes de América. Y para demostrarlo con holgura se crearon los deslumbrantes y sórdidos episodios que se narran en La mansión de Araucaima. Por el Mutis que escribió uno de los diarios de prisión más insólitos porque en Lecumberri se asiste, más que a las manifestaciones del infierno carcelario, a las facetas fraternales y a la honda humanidad que también palpitan en esos ámbitos.
En la obra de este escritor fulgura una opulencia de la palabra que nimba sus historias de tragedia, o lo traza con pasajes de un erotismo vital y estremecedor, o lo puebla de reflexiones profundas e irónicas sobre el acaecer de sus criaturas. Hombres y mujeres que se beben la vida desde la fiesta de los sentidos, sin desconocer que sus acciones están destinadas a un fracaso definitivo.
Por el Mutis que demuestra, con La muerte del estratega, que un escritor colombiano puede moverse –así lo hicieron Borges en Argentina y Alfonso Reyes en México– como pez en el agua en el mundo de la antigüedad grecorromana. Por el Mutis que logró, como nadie más lo ha hecho hasta el presente, ni siquiera García Márquez en El general en su laberinto, retratar la faceta fracasada y melancólica del último Bolívar en El último rostro.
Son estas obras las que he vuelto a leer para celebrar a Mutis. Y lo he hecho en ediciones virtuales porque mi biblioteca personal –donde están todos sus libros impresos y los que se han escrito sobre él y su obra– se me ha quedado en mi casa del Retiro, lejos de esta Madrid tórrida desde donde escribo ahora.
Aunque no he dejado de evocar un solo instante la edición de la Biblioteca Básica Colombiana en que pude leer, por primera vez, la poesía y la prosa de Álvaro Mutis. Aquel grueso libro de rayas moradas y negras lo leí tantas veces que terminó descuadernándose y la carátula se deshizo y tuve que mandarlo a revivir para seguir leyéndolo.
Cómo quisiera tener ese libro a mi lado aquí, en esta ciudad en cuyas calles Mutis, observando el cuadro de Sánchez Coello en el museo del Prado, anheló extraviarse con Catalina Micaela, la hermosa hija de Felipe II.
Tener ese libro que editó Santiago Mutis, con tanta devoción, para que en la Colombia de los años ochenta del siglo pasado pudiéramos acercarnos mejor a la obra de su padre. Y que yo, en la Tunja de mis aprendizajes y luego de que pasara por las manos de varios amigos escritores, terminé quedándomelo.
Tener, en fin, ese libro solo para apretarlo contra mi pecho y leer algunos de sus poemas entrañables –“La creciente”, aquel nocturno de los cafetales; o “Amén”, o los versos dedicados al exilio, o el “Poema de lástimas a la muerte de Marcel Proust”– y tomarme un buen Ribera del Duero en honor a este inmenso Mutis que, cada vez que lo vuelvo a leer, termino agradecido porque me despierta unas tremendas ganas de seguir escribiendo.

Foto: diariocriterio.com