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14 abordajes para vadear el río Magdalena y no ahogarnos en la indiferencia

Por: Germán Ferro Medina

Magdalena Medio.
Foto: Shirley Sáenz Mosquera.

La literatura sobre el río Magdalena es abundante; encontramos centenares de historiadores, funcionarios, científicos, antropólogos, poetas y viajeros que escribieron crónicas, bitácoras, ensayos, artículos, poemas y recuerdos de viaje. Es un río descrito profusamente por los exploradores y muchas veces representado en ricas imágenes de pintores e ilustradores de todas las épocas. El Magdalena, en la fotografía de una Colombia en desarrollo, es protagonista. Es un río fotogénico, deslumbrante en su apariencia tropical, en su rostro diverso y en su incesante dinámica de ocupación y poblamiento, navegación y comercio, de fiesta y violencia. Es el río de todas las Colombias.
Un nuevo viaje por el río nos lleva a preguntarnos, frente a los numerosos relatos cargados de descripción, cómo y desde dónde abordarlo hoy, cuáles serían los preceptos o reglas que nos permiten poner en conocimiento este río-mundo, cuáles serían las instrucciones o herramientas para llegar a una posible comprensión de este río Grande, qué sería lo mínimo necesario a tener en cuenta cuando nos sumergimos y navegamos –o vadeamos– en él y no morir en la indiferencia.
Propongo catorce abordajes que nos ayudan a comprender el río Magdalena, cuya metodología puede ser útil para pensar otros ríos de Colombia.

Río nombrado

En 1501 las huestes españolas identificaron un gran río en las costas de la actual Colombia. Era un torrente de agua impetuoso que desembocaba en el mar de los caribes, que representaba la posibilidad de cumplir el sueño de penetrar a un territorio firme y a su vez la pesadilla de un mundo ignoto cargado de sorpresas, un territorio de vida y muerte… Lo llamaron Río Grande de la Magdalena, en razón de la fiesta que el calendario católico asignaba, ese primero de abril, a la conversión de María Magdalena. Por más de quinientos años el río ha llevado este “nuevo” nombre que lo contiene en todo su recorrido: un río heredero de una historia de conquista, un río de la contrarreforma que entregó al papado nuevos territorios para el catolicismo, un río que se convertiría desde el siglo XVI en el eje y camino de conquista, dominio y control de la aventura hispánica alucinada por el oro, las trampas de la fe y el espíritu mercantil imperante.

El nuevo Magdalena trajo consigo la fundación de pueblos, la conexión de regiones, el constante ir y venir aguas arriba y aguas abajo, el comercio, lo caminos, los puertos, la guerra, la navegación, los bogas, una nueva cartografía y un nuevo espíritu.

Pero antes de la Magdalena existía el río, los ríos, la ocupación milenaria, el comercio sectorial, el arte, la pesca, las culturas de otros tiempos que debemos recordar, que son parte de su historia y sus nombres nos lo dicen con claridad. Por ejemplo, el Guacahayo (el río de las tumbas), que es memoria de ese mismo río al sur y, según Francisco José de Caldas, “vestigio de una nación artista y laboriosa que ya no existe. Estatuas, columnas, adoratorios… todo de piedra en número prodigioso”. Según Codazzi, esos habitantes de este territorio eran “naciones bastante civilizadas, sociedades que tenían ya una teogonía completa”. En su parte alta, el río fue eje de un poblamiento de más de 2500 años que construyó para la humanidad un legado de monumentalidad funeraria y escultórica en ambas márgenes, que otorga un sentido sagrado al agua como el símbolo indiscutible de la vida y la renovación de todo lo que fluye.

En la parte media, el río fue nombrado Yuma por los muiscas, refiriéndose a los panches. “El río del país amigo” es un nombre que hace referencia al comercio y a la comunicación interétnica entre grupos prehispánicos, voz que deja ver la conexiones entre las tierras altas y bajas, una dinámica que ha marcado siempre la relación con el río. Ese permanente bajar y subir hacia el río o a la montaña imprime un carácter de personalidad geográfica, económica y cultural definitivo en la construcción de la nación colombiana y sus dinámicas regionales.

Aguas abajo al río lo llamarían Arlí, “el río del pez” del bocachico. Qué buen nombre para identificar la vocación generosa del río que permite que en sus aguas habite la proteína animal que marcará de manera indeleble una de las actividades más identitarias del río, la pesca.

Más abajo, el río fue nombrado Karakalí y Caripuaña, el “río del caimán” y el “río grande”, insistiendo en dos de sus aspectos particulares: La presencia del caimán, animal endémico del río que no tuvimos vergüenza en prácticamente extinguir, es protagonista de buena parte de las crónicas del río y de la memoriosa narrativa de García Márquez, en la que ya señalaba con preocupación la ausencia de estos grandes lagartos y el río Mito del hombre caimán, la condición Anfibia de la cultura de río que nos enseñó a ver Fals Borda. Por su parte, el río Grande es un término utilizado frecuentemente; es nuestro río grande, ancho y cenagoso que forma una gran llanura aluvial hasta su desembocadura.

Los nombres prehispánicos construyen un relato sucinto del río en ese viaje desde el nacimiento hasta que sus aguas se entregan al mar. Cuentan un río sagrado, de múltiples culturas, del alimento, de la fauna en riesgo, el río de la inmensidad; todos ellos son el Magdalena, varios ríos, un solo río.

Museo del Río Magdalena.
Foto: Shirley Sáenz Mosquera.

Río geografía

El poeta José Eustasio Rivera decía “soy un río, un grávido río. Siempre he sido eso: un río que copia paisajes”. El Magdalena nos entrega una “poética de la geografía”, como lo plantea Michel Onfray (2016). Nos relata a través de su recorrido una geografía inconmensurable y de paisajes diversos, una geografía de 1540 Km. de recorrido que atraviesa todo el territorio colombiano de sur a norte, que nace en el nudo de las montañas para crear el inmenso valle interandino, que es hijo del páramo por encima de los tres mil metros sobre el nivel del mar y se riega hasta las tierras de la depresión momposina y la llanura aluvial, que nace al sur del departamento del Huila en la frontera con el Cauca y desemboca en el Atlántico.

Es un río bimodal, de tiempos de lluvia y épocas secas, que comunica lo andino y lo caribe; un joven pleno de meandros, brazos e islas efímeras encontrando su destino; estrecho y rápido, ancho y lento “como un río que teme al mar, pero siempre muere en él”, según Jattin en su poema Casi obsceno. Un río tropical de sedimentos, un río café, un río cuenca Magdalena-Cauca, con 150 tributarios y 42 afluentes directos, poblado por el 85% de los colombianos. Un río-ciénaga de interconectados ecosistemas en alto riesgo; un río en diálogo desde sus tierras bajas con la ladera y las tierras altas de montaña.

Río civilización

Nombrar un río implica hablar de civilización, esa palabra mayor que nos introduce en una dimensión más profunda, la de miles de años de ocupación y poblamiento sustentado en el recurso hídrico, como fue el caso del nacimiento de focos de culturas de la antigüedad clásica: Egipto, Medio Oriente, Europa central, la Amazonia, entre otros. Heródoto decía tajantemente que “Egipto es un don del Nilo” y así es el Magdalena para Colombia, generador de un proceso civilizatorio de larga duración, origen de mitos fundacionales de un mestizaje en creación, en un permanente proceso de préstamo y reapropiación de símbolos.

El río es comunicación, comercio, tierras bañadas para la agricultura; civilización del maíz, la papa y el tabaco, más tarde de la tagua, la caña y el café. También es pueblos y gente en sus riberas recolectando frutos, cazando, pescando, inventando la cerámica, tallando la piedra, construyendo puentes, ferrocarriles y poblados a ambos lados del río; creando caminos y represas, navegando, comerciando, haciendo la guerra, narrando, celebrando la vida en carnavales, fiestas patronales, bailes cantados, haciendo memoria, sobreviviendo, enterrando a sus muertos y volviendo a renacer. El río es entonces una experiencia total como lo es toda civilización.

Río de la vida y de la muerte

El Magdalena es un viaje, siempre en movimiento, siempre naciendo, siempre muriendo; una entidad viva, compleja, perseverante: “amo todo lo que fluye”, el río incesante del que hablara Heráclito. La acción de contrarios congruentes es bautismo y muerte que nos remite a la purificación y al olvido.

Viajar a su nacimiento es adentrarse en el origen de lo elemental en el silencio del páramo, con los implacables frailejones, sus guardianes; es estar en el Macizo Colombiano, en el nudo de los Pastos que empieza a desatarse. Todo río tiene nacimiento y el Magdalena nos invita a encontrarlo. Es esperanza, nace porque sí, no le inquieta lo que vendrá después en su viaje de aventura alimentado por los otros ríos que llegan a él, por la creación cultural, por la vegetación prolífica, por el paisaje en cada recodo, por mujeres y hombres que se asoman en sus riberas, por los pescadores y navegantes, por lo guerreros, por los vertederos de residuos sólidos, por la basura y las aguas negras depositadas, por los cuerpos sin tumba, por los palos y árboles que caen producto de la erosión.

Podemos decir que el río agoniza. Muchas voces me dicen: el río está muerto. Pero no, el río sobrevive, se recupera, insiste, continúa herido entregando el pez de cada día, sirviendo como camino de comercio y comunicación; se sobresalta, se sale de su cauce buscando la ciénaga robada y por fin muere por su boca de ceniza; pero es apenas un cambio, se diluye en el mar. Río de la vida, río de la muerte, como la humanidad misma.

Una amiga se entristece y me dice: –qué pesar que el río muera después de todo su apasionante recorrido.

Yo le digo: –tranquila, mientras tanto, el río está naciendo.

Germán Ferro, antropólogo, historiador y director del Museo del Río Magdalena, Honda (Tolima).
Foto: La Palabra.

Río palíndromo

El río es “la ruta natural” que en ambas direcciones construye sentido. Se vive y se navega aguas abajo y aguas arriba. Naturaleza bajando, historia subiendo. Vida y muerte de doble vía. La economía y la navegación bajando y los peces en la subienda; los bogas ascendiendo a punta de palanca y los buques descendiendo rápidamente, ayudados por el agua y su caldera de vapor.

El río parece una vía que va y viene; sus dos sentidos construyen un relato rico en historia, tecnología y cultura, un ecosistema de circulación que aún nos cuesta entender, un abajo que es el norte y un arriba que es el sur; la condición palíndroma donde todo es conexión y movimiento, lo que “somos”.

Naveguemos aguas abajo y aguas arriba donde se ha construido la vida y la historia del río, un solo río y dos direcciones que hay que tomar obligatoriamente. Bajando somos naturaleza que fluye hasta la muerte, subiendo somos cultura que encuentra su nacimiento. En cada punto del río nos preguntamos qué nos depara aguas abajo, qué sucede aguas arriba. Subiendo voy conquistando, bajando voy presuroso de libertad.

Río de la navegación

Mil doscientos kilómetros de navegación convierten al Magdalena en el eje que ordena con privilegio el territorio, en elemento de convergencia y circulación en las dos vías señaladas. Navegar significa comercio, comunicación, exportación, desarrollo tecnológico y todas las formas de transporte fluvial: balsas, canoas, champanes, buques a vapor, chalupas, ferris, remolcadores e hidroaviones entre otros más.

El río es la fiesta de lo posible; permite viajar del extremo sur hasta el norte caribeño; es la posibilidad de la economía regional, de ultramar, de la exportación del oro, de la quina, del caucho, de la tagua, del café, del petróleo; es el gusto de viajar al encuentro de otros paisajes y otros mundos; es navegar entre regiones y departamentos, ir al exterior, al temido e inalcanzable exterior. La posibilidad de navegar por el Magdalena nos hizo modernos, nos permitió construir una economía de exportación relativamente sólida, dio trabajo a numerosos bulteadores o braceros. El río se pobló de marineros de agua dulce y capitanes que reemplazaron la tarea titánica de los bogas que con sus champanes navegaron durante cuatro siglos comunicando a Mompox con Honda.

La navegación construyó puertos y comunicación; orientó caminos y ferrocarriles desde la montaña al río y de él al interior; organizó nuestra distribución político-administrativa; forjó empresas y capitales; permitió el desarrollo de la industria, la aventura, la incertidumbre, los amores de viaje, otros sabores, nuevas músicas e idiomas y numerosas experiencias de vida.

Río moderno

En nuestros tradicionales criterios de valoración patrimonial le damos mayor relevancia al pasado, lo cual es entendible pues el patrimonio es experiencia acumulada. Pero su mayor potencial es su posibilidad de construir futuro; un patrimonio que se aprovecha hacia adelante, patrimonio-herramienta donde las nuevas generaciones pueden revisar y escoger oportunidades o pistas para un mejor destino. El río Magdalena lo debemos mirar como todas estas posibilidades: desarrollo económico, comunicación, puentes, navegación, buques a vapor, trenes, cables aéreos, hidroaviones, proyectos hidroeléctricos, conexión con el mundo, sostenibilidad ambiental, escenario de paz, resiliencia frente a la violencia y los desmanes contra su naturaleza-cultura.

Un río moderno, del presente, significa un nuevo diálogo con la naturaleza, con investigación científica y de predicción, nuevos sistemas de navegación e innovadores sistemas de pesca. Un río actual, ni nostálgico ni anecdótico. Así, el río sigue su curso, siempre moderno, hijo de la revolución industrial, con su diversidad como motor del desarrollo y la cooperación. Dejando atrás modelos de lo que antes se consideraba moderno, el río se muestra con un nuevo rostro validado por nuevos niveles de conciencia social, ambiental y educativa.

El río moderno nos enseñó a viajar, a hablar en otros idiomas, a tener la contabilidad de doble columna; nos condujo a la exploración científica que mira al cielo para entender el curso de los astros, la estampa de las plantas, el ritmo del trópico; a medir las distancias en nudos y utilizar sextantes; a realizar cartas de navegación con Caldas, Acosta o Humboldt; también a recibir cartas de amor de otras latitudes en buques a vapor o hidroaviones.

Magdalena Medio.
Foto: La Palabra

Río historia-río memoria

Son más de doce mil años de ocupación humana, una larga sucesión de eventos y procesos históricos de diversos colectivos que han habitado el río. Se trata de un acumulado que constituye una memoria sostenida en la tradición oral, en el mito, en el saber hacer de oficios centenarios, en la persistencia del paisaje y en la esperanza de la subienda. El río es historia de resistencias y reivindicaciones; ha dejado huella arqueológica de ocupaciones tempranas y nuevos habitantes. Es protagonista y testigo del poblamiento de nativos americanos; es el camino de la conquista hispánica, el eje ordenador de la administración y control del mundo colonial durante tres siglos, el territorio de la expedición botánica; el lugar de la campaña admirable, de la confrontación repetida de las guerras civiles del siglo XIX y la Comisión Corográfica; es el sueño de la modernización, la navegación a vapor, la economía de exportación, la violencia, el narcotráfico, el turismo y la pandemia, por recordar algunos de los innumerables eventos.

Es el río de la cacica Gaitana, del tabaco exportado desde Ambalema, el río del champán, del camino de Honda a Bogotá, el río de Galán el comunero, de Bolívar y Santander, de Mosquera y de Murillo, el río de Caldas, Mutis y Humboldt, el río de los pescadores, del David Arango, de los muertos sin nombre, río víctima, río patrimonio.

Río pueblo-río mundo

Pueblos al lado y lado del río, pequeños caseríos, tambos de pescadores, “camas”, ranchos, viviendas de frente al río con sus iglesias, leñateos, corregimientos, 128 municipios con orilla en el Magdalena, ciudades de río, de puertos como Neva, Girardot, La Dorada, Puerto Boyacá, Puerto Nare, Puerto Berrío, Barrancabermeja, Simití, Morales, La Gloria, Tamalameque, El Banco, Magangué, Mompox, Calamar, San Basilio de Palenque, Cartagena, Salamina, Barranquilla. Un río mundo de expresivas formas de vida, cultura ribereña de origen indígena, pueblos de negros, cimarrones y criollos, aldea de pescadores, como Honda, casas de tabla parada, techos de paja y zinc; en cada casa una tinaja de Juana Sánchez, una mecedora de cable, una loza de la Chamba, un musengue de Mompox, un abanico, una mano de moler, una atarraya, una canoa, un santo, una fiesta, un tiple y una tambora, un insulso y un casabito, un viudo de bocachico.

En cada pueblo un poquito de Macondo, el recuerdo del tren que ya no pasa, estaciones vacías a la espera de la chalupa en Puerto Wilches, Calamar, Puerto Salgar, Honda, Ambalema, Girardot, Villavieja, La Dorada. El Magdalena es un río de pueblos, de gente que vive en Real del Obispo, Oporapa, Gigante, Hobo, Guataquí, Cantagallo, Plato, Tenerife, Soplaviento, Remolino, Repelón y en Soledad.

Río de los oficios

Hay múltiples maneras de abordar un río. Una de ellas es desde el hacer, no desde el ser, que ya lo sabemos diverso, cambiante, múltiple. La identidad fluye y cambia desde el saber-hacer, desde los oficios, desde las actividades que sus pobladores de todos los tiempos habitan y a través de las cuales ponen en movimiento el territorio en la creación innumerable de funciones y objetos para la vida; prolongación de la mano, recipiente para el agua, lanza para la caza, atarraya y cóngolo para la pesca, piedra para moler los granos, cuero para el vestido, palma para el techo, arena para la construcción, voz para el canto y así…, una infinidad de formas, diseños y productos en una tarea incesante de creación, eficacia y disfrute.

Descubrimos utensilios, muebles, herramientas para el trabajo, la casa, la cocina, la creación cotidiana; también el profundo conocimiento de los materiales, el goce, el ingenio para sobrevivir en medio de la “escasez”, solo aparente a un ojo distraído. Lo que debemos ver es el pensamiento derivado del trabajo y de las exigencias de la tierra, alejado del mundo del consumo al que le hemos entregado la tarea de resolver nuestros objetos y necesidades.

Identificamos oficios múltiples en un río que es de pescadores, alfareras, escultores de piedra, agricultores en las laderas, en las vegas y en las islas, cocineras de posadas y restaurantes, bogas, areneros y navegantes, marineros de agua dulce, capitanes, bulteadores de puerto, carpinteros de ribera en los astilleros, artesanos, músicos, lutieres, artistas, cantaoras y bailadoras de fiestas y carnavales, nazarenos, talladores de santos y vírgenes, joyeros de pescaditos de oro.

En cada objeto y oficio podemos admirar su cuidadosa elaboración, la habilidad del trabajo; surge la necesidad de tocarlo, sentirlo, saber sus medidas, su tiempo de fabricación, sus materiales, su origen; hacemos visible el respeto por la cultura rural de río que aún permanece y nos interpela desde su poética, su lucha, su funcionalidad inapelable.

Antiguo buque encallado en el Río Magdalena.
Tomado del Río Magdalena: Territorios posibles.
Foto: Museo del Río Magdalena

Río fiesta-río celebración

Para volver a nacer, ¡qué mejor escenario que la fiesta en un río que fluye, que es patrimonio en movimiento y en continuo renacer y morir! La fiesta es eso, permanente renovación, inmersión, éxtasis, disolución, caos y purificación para volver a comenzar el ciclo.

El río Magdalena es la posibilidad de la vida que se celebra en incontables momentos según los periodos de los ciclos que marcan los astros y los tiempos de lluvia y sequía; está el tiempo de cosechas y subienda y el tiempo del calendario católico imperioso que organiza y ofrece abundantes rituales, fiestas de santos patrones en cada pueblo, la emergencia y domesticación de símbolos, íconos y santos venidos de Europa desde el siglo XVI y reinventados en América.

La impronta católica en el río a través de todo su largo recorrido es notable. El mundo hispano fundó pueblos y en cada uno de ellos una iglesia, en cuyo interior encontramos santos patrones milagrosos, vírgenes potentes y generosas, cristos con la promesa de la resurrección, ritos a granel, fiesta celebrativa; también pueblos ancestrales nativos y de la diáspora africana que no olvidaron su cultura festiva, los bailes cantados, el toque de tambores incesantes.

La fiesta tomó muchos ritmos, se volvió mestiza y presente en cada momento de la vida y de los ritos funerarios; música para la resistencia (el pan de cada día), los ritos de paso, la esperanza. La fiesta ha celebrado el alimento físico y espiritual y ha sosegado y animado a los pueblos para romper el infortunio, la violencia, el atropello, el desalojo; para dar desahogo, para canalizar la rabia, retornar y dar impulso y volver a comenzar después del desorden ritual, del grito, de la risa, de la liberadora inversión de los códigos, la burla, la borrachera, la comida abundante, la euforia, el abrazo, la fe y la solemnidad colectiva. Todo eso es la celebración de la vida, la resistencia y la riqueza de la creación cultural.

Viajar por el río Magdalena es un recorrido de fiestas que colman el espacio y el calendario. La fiesta del 20 de enero en San Sebastián y de la Virgen de la Candelaria en febrero con sabor de cumbia; la subienda, las Semanas Santas en marzo y abril, el Corpus Christi, la fiesta de San Juan Bautista y San Pedro en junio, las fiestas patronales en cada pueblo, los festivales, los reinados, las danzas, los bailes cantados, la juglería, los sanjuaneros, la rajaleña, el bambuco, las papayeras, el chandé, el Berroche, la cumbia, el porro, el vallenato, el mapalé y las comparsas de carnaval que viajan por el río en son de negro, pilanderas y otros para entregarle a Barranquilla la vida y la alegría antes de encontrar la muerte y volver a nacer río arriba.

Río de la violencia

Como resultado de su papel protagónico en el ordenamiento del territorio nacional, de su importancia en la tarea de comunicación y transporte de todo tipo de productos y del asentamiento en su cuenca del 85% de la población colombiana, el Magdalena es un río en permanente conflicto, el escenario donde convergen todo tipo de intereses. El río-necesario es objeto de disputa en muchos periodos de su historia. La Conquista hispánica del siglo XVI y el mantenimiento de su modelo de sociedad durante tres siglos se realizó mediante una acción de fuerza, de imposición, de guerra y despojo. Confrontación directa que más tarde se acompañó de un corpus normativo e institucional de opresión como la encomienda, la doctrina, la mita y la esclavitud, entre otros, y con ello el control del territorio que tuvo como elemento fundante la ciudad; primero en la costa del Caribe (“a vivir en policía y al son de campana”) y luego a lo largo del río Magdalena como eje de penetración, con la fundación de un rosario de poblados (léase parroquias, villas, reales de minas) y la implantación de un modelo religioso y extractivo, decididamente jerárquico, poderoso y dominante.

El río fue también el lugar de las luchas de independencia. Quien controlara el río controlaba el país, decía el general Bolívar, y por ello su agradecimiento a Mompox, puerto gestor de la libertad. Fue el río, más tarde, el protagonista de las guerras civiles, de la confrontación y la disputa por un modelo de país y el ordenamiento político administrativo. El Magdalena se convertiría en el botadero de cadáveres resultado de la violencia partidista de mediados del siglo XX. Así, una lista larga y perturbadora de violencia y muerte convierte al río en víctima y a su gente en desplazada, atrincherada u obligada a participar en los enfrentamientos entre guerrilla, paramilitares y ejército por el control de las tierras y el narcotráfico. Pareciera que la violencia se enconó en el río, pero sus pobladores no han dejado de soñar con una realidad de paz como la que imaginaron con los diálogos de La Habana.

Entre tanto, el río Magdalena ha sido declarado sujeto de derechos y camina una sentencia de declaratoria como víctima, haciéndole merecedor de justicia y reparación, el río-Colombia.

Hay otras violencias que no podemos olvidar. La dramática y permanente deforestación, los numerosos pueblos sin alcantarillado que botan sus residuos al río, los desechos industriales, las toneladas de basura, el derrame de petróleo, la desecación de las ciénagas y los malos hábitos de pesca. Todo ello es violencia contra el medio ambiente, contra nosotros, pero también la violencia tiene el lastre de la indiferencia de una ciudadanía que siente el río ajeno y lo desprecia porque no lo conoce.

El presente artículo fue tomado del libro Río Magdalena: territorios posibles (2021), editado por el Banco de la República.

Río relato

El río es un gran relato en la oralidad y en la crónica escrita. Aparece en la obra de Juan de Castellanos, de funcionarios de la Colonia, de misioneros empujando la frontera, de exploradores, científicos y viajeros; en la etnografía, en el mito, en la música, en la investigación contemporánea desde numerosas disciplinas, en la cartografía histórica, en los museos y en la literatura y con especial interés en la novela. Podríamos decir que el río es una gran novela, aquella que piensa lo total, la novela de viaje, la tragedia griega de nuestro propio destino, la otra raya del tigre, el amor en tiempos del cólera y de Bolívar y todos nosotros en ese laberinto.

La profusa narrativa del río hace que se mantenga vivo el Magdalena. Vivir para contarla, ha dicho García Márquez en una literatura autobiográfica en la que el protagonista es el río y la inquietud de su futuro, donde el amor, el afecto, el nuevo vínculo con el río será nuestra última oportunidad.

Río femenino

La Magdalena es un personaje femenino traído del relato bíblico que nombra el río desde el siglo XVI con la fuerza de un símbolo renovador, con la capacidad de transformarse y desde allí construir un lazo de afecto vigoroso y comprometido hasta la muerte. Es un signo de esperanza en la resurrección. Qué buen nombre para este río en tiempos de pandemia. Un río femenino que pone de relieve a la mujer histórica, muchas veces invisibilizada pero que da soporte, alimento, afecto y un nuevo liderazgo a la vida en el río de hoy.

Un nombre que resignifica una nueva realidad, la mujer del río. Se trata de ver aquello que no hemos querido ver: la voz, la historia, la cotidianidad soportada desde el silencio y desde la generación y reproducción de la vida, el alimento, el hogar, la cultura. La Magdalena, un río mujer, un nuevo relato por explorar, por celebrar, una nueva esperanza.

En cada pueblo del Magdalena hay una mujer, una lucha, una queja, un canto, una rebelión, un afecto, un alimento que no hemos sido capaces de ver, un futuro.

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