Crónica – Memorias, deporte y televisión
Memorias, deporte y televisión
¡Oh Deporte, placer de los dioses, esencia de la vida! Has aparecido de repente en medio del claro gris donde se agita la labor ingrata de la existencia moderna, como un mensaje radiante de épocas pasadas, de aquellas épocas cuando la humanidad sonreía…
Oda al deporte, Pierre de Coubertin
Por: Yenniffer Cuenú Caicedo
Estudiante Lic. en Literatura, Univalle
Foto: https://bit.ly/3kXUJZ8
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De todas las odas posibles, merece mencionar la que hace alusión al deporte que me vio crecer. Yace en el corazón de una empedernida estudiante de letras, “como un mensaje radiante de épocas pasadas, de aquellas épocas cuando la humanidad sonreía”, como canta Pierre de Coubertini en su Oda al deporte. Descubrí el deporte antes de identificar a otros deportistas, antes de hacerme lectora y escribir en los diarios; incluso, según relata mi madre, antes de balbucear, ya caminaba apurada —tal vez imaginaba el escenario de una carrera deportiva— por un plato de comida. Luego pasaron años para comprender que aquella metáfora de vida que elevaba al deporte, se resignificaba en un sentido propio de pertenencia y pasión. Aprendí a controlar la bicicleta, competir en las carreras, saltar el lazo e improvisar en el fútbol, y los fines de semana o en las vacaciones, los vecinos, mis “compañeros de juego”, planeaban “torneos callejeros”; lo hacíamos a turnos y horarios, dominamos la revancha y aprendimos el arte de la competencia desde la experiencia.
Las calles de mi niñez se convirtieron en un murmullo sostenido de interpretaciones, y este ritual exigía de todos nuestros sentidos y emociones. Creé ídolos deportivos y jugué a imitarlos como cuando en 2016 la ciclista Mariana Pajón se convirtió en la primera mujer latinoamericana en conseguir dos oros olímpicos. Mientras tanto, entre carcajadas y murmullos, mis compañeros de juego se contaban la versión más actualizada de su historia. Después averiguamos que la levantadora de pesas María Isabel Urrutia trajo a Colombia el primer oro olímpico. Las ilusiones crecían. Ese era otro espectáculo, el testimonio vivo de aquellos eufóricos espectadores recreando imágenes imprescindibles. Recuerdo escuchar decir a los más aficionados: “Todavía hay esperanza”. Luego resonaba la promesa del futuro: “Quiero ser como…”. Entonces, el deporte no solo evocaba hacia una filosofía de la vida teatral y poética donde en sitio o fuera de, los personajes se descubren a sí mismos, también se esperaba el porvenir. Algunos crearon incontables modelos a seguir que les condujo a cierto ensueño posible.
En la calurosa soledad o en la fraternidad ilusoria de la compañía, el olor a sudor, las risas desgastadas, las clausuras y las anécdotas, resignifican mi relación con el deporte. En el colegio de primaria me vinculé a un grupo de porrismo; hice gimnasia y acrobacias. Luego jugué al tenis y al voleibol de playa hasta que la pasión terminó. En la adolescencia salía a trotar en compañía de mi madre; en la universidad volví a inscribirme a gimnasia, pero la flexibilidad y la fuerza habían cambiado, y con la llegada de la cuarentena empecé a ejercitar el cuerpo desde casa. Hice amigos y detractores en el juego deportivo. Varias veces llegué a casa con raspones y vi caer a muchos que, en la próxima cita, conservaban la pasión, entonces sospeché del futuro de muchos, hoy competidores en ligas locales.
Unos días fui aquella entusiasta jugadora en las calles y otros me convertía en el público general de cada competencia al aire para consagrar héroes, recordar sus triunfos y después sirvieran de sapiencia ante mis compañeros de juego. Asistí a todas aquellas actividades deportivas atractivas y compartí la emoción de quienes asistían al estadio o a las canchas del barrio a impregnarse del ambiente. Esa extraña actividad de ojear al otro en competencia, admirarse o desencantarse, como sucede en cierto tipo de fantasía, fue episódica y cotidiana para las memorias coleccionadas de mi infancia, de cuando las calles del barrio con o sin pavimento eran el espacio más cercano de corridas y tropiezos. Alegrías o impotencias, era incierto saberlo. Nada estaba garantizado. Empecé a ver a muchos atletas con ojos sobrehumanos y tuve nostalgia repetidas veces en sus retiradas, lesiones y las posibles, nunca aclaradas, “roscas” deportivas. ¿Quién olvida la problemática frase del 2014 en la Copa Mundo: “Era gol de Yepes” o la del 2018 con el “no era penal de Sánchez” y esta vez en las olimpiadas de Tokio 2020, “era medalla de Yuberjen Martínez”?
Los Juegos Olímpicos son otro escenario merecedor de recuerdos. Cada cuatro años, más que hacer nuevos héroes o recordar viejas figuras deportivas, los atletas resignifican roles e invitan a sus espectadores a hacer parte de sus hazañas; cada competencia registra escenarios repletos de simbolismo e historicidad. El parloteo entre familia y amigos de las medallas ganadas, la belleza del vestuario, el escenario de juego, atraían una emoción cercana y propia de la identidad cultural, común a la devoción que algunos experimentan con el fútbol. Acumulamos memorias ante los triunfos y las derrotas de la televisión, y a veces estas escenas servían de éxtasis para quienes amaban o siguen amando algún deporte.
El asombro se repetía una y otra vez. Verles competir era digno de vociferar con los labios fruncidos, los ojos despiertos y el sudor en las manos: “Así no”, “ojo allí”, “cuidado”, “uff”, “¡bravo!”, delante de la TV. Nos hacíamos expertos, mientras los protagonistas ejecutaban las aventuras de héroes míticos, dispuestos a cumplir el viaje heroico: irse, cambiar, obtener algo y luego regresar a comunicarlo, y fue esa manía inevitable de fanatismo o admiración la que nos mantenía crédulos y entusiastas las horas necesarias.
Foto: https://bit.ly/3yK3zyN
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La metáfora deportiva asimilada en la vida de infancia, rejuveneció. Cuando crecí, confirmé que no bastaba con soñar. Ser deportista requería mucho más. Entreno, sudor, lucha, presión, resistencia, pasión, y si el coraje y la fuerza mental te ayudan, escalar el podio, izar la bandera de tu país, cantar el himno con la mano extendida hacia el pecho y sentir la palpitación una y otra vez, hasta esperar el galardón. Algunos compañeros de juego descubrimos nuevas pasiones y preferimos la universidad, mientras la ilusión de quienes soñaban con ser deportistas de alto rendimiento, creció. Todavía siguen a la espera. A veces las puertas se cierran o el fantasma del pasado y el agotamiento se convierten en tropiezos notorios que, tras la pantalla, no suelen ser los esperados. “Uno siente como una presión enorme sobre los hombros, no te deja dormir. Es una ansiedad grande”, expresa en entrevista para el periódico El Espectador la bicicrosista Mariana Pajón. “Todos los atletas poseemos inseguridades y miedos. Si no los tienes, no tienes pasión por lo que haces. Nosotros somos humanos, no robots. Tenemos sentimientos, y hay que lidiar con eso”, concluye. Escasamente escuché dichas palabras en la infancia.
Con los años estaba segura de que la TV creaba incontables personajes, pero pocas veces revelaba sus humanidades. Algunas imágenes del héroe deportivo de la infancia estaban distorsionadas. En juego, mis héroes pueden con todo y más. Había que levantarse y aguantar, como ellos en la televisión lo hacían, pero en la intimidad, a veces revelada en lo público, las cosas cambiaban. Así se enfrentan al ojo más grande: nosotros, el público, otros jueces, pocas veces educados para el fracaso, mucho menos para el frío mortal de las derrotas nacionales.
En las Olimpiadas de Londres 2012, estaba a un mes de cumplir doce años de edad y en los de Río de Janeiro 2016, dieciséis. En ambos sentí más emoción nacional que en los últimos de Tokio 2020. El motivo y rumor suele ser el mismo: “esta temporada trajeron menos medallas”. Los espectadores crecen y los personajes deportivos se desmoronan en el escenario y en las certezas de sus seguidores. Lo vivió la atleta Caterine Ibargüen en su última competencia de triple salto cuando, a pesar de sus logros anteriores, fue cuestionada por el declive de estos; contra sus críticos expresó: “El que tenga la delicadeza de criticar, nunca tuvo la oportunidad de participar por un país”.
La devoción al espectáculo teatral sigue intacta para aplaudir las medallas olímpicas. Ver caer, luego remontar y ganar la carrera, tal y como apreciamos con la atleta neerlandesa Sifan Hassan. Sigue intacta incluso para los altibajos emocionales que declaran negativas al llamado, como sucedió con la gimnasta estadounidense Simone Biles al hacerse “más humana”, a voz alta en Tokio.
Más que un juego, el deporte es una metáfora de nuestra existencia, desde cuando aprendemos por primera vez el significado de perder o ganar, hasta cuando nos toca enfrentar otras responsabilidades, triunfos y fracasos de la vida adulta. Tal vez sea en esta última etapa cuando se aprende a aceptar la vulnerabilidad de los otros y de aquellos héroes deportivos desmitificados. Pasó el tiempo y luego más de diez años para comprender que el prototipo de héroe de los medios de comunicación podría ser incierto, conflictivo y absolutamente rebelde; capaz de enfrentar problemas que alguna vez normalicé para no ser vetada del juego callejero: “Así actúan los atletas”, pensaba. Lo cierto es que en el campo de juego existen personajes capaces de derribar estereotipos como el saltador británico de trampolín Tom Daley tejiendo en las gradas en Tokio 2020; otros reivindican nuevas formas de decir y vestir como cuando la prohibición de los gorros de natación para cabello afro problematizó el racismo o cuando las gimnastas alemanas, inconformes contra las imposiciones sexistas en el deporte, compitieron con vestuario de cuerpo entero.
Entonces, convertirse en héroes no era tan sencillo. Al tiempo que se vivifican estas memorias y tropiezos, los héroes deportivos insisten en situar sus singularidades; muchas —también para mí con escasa pretensión de ser deportista de alto rendimiento—, reconstruidas por la resiliencia y la nostalgia de la infancia. Ahora con la promesa del futuro cumplida, como alguna vez lo anhelaron varios de mis compañeros de juego al reconocerse ante estos competidores de la televisión y las redes, donde parece que también se empieza a construir otras narrativas. Se cayeron los dioses y sobrehumanos de la infancia para establecer personajes de carne y hueso; incómodos y dispuestos a resignificar espacios. Ahora hay que dejarlos volar.